Cultura

Eso que llaman amor

El amor es una metáfora de la necesidad. Es una formulación poética que creemos válida para realizar lo cotidiano, pero en la medida en que el tiempo nos vence y desgasta la insistencia en encontrarlo, comenzamos a vislumbrar el alcance de su verdadera condición: es sólo una palabra para referir de manera menos cruda ese impulso irresistible y tan humano por lo gregario. Esa palabra sirve para la conjura del vacío emocional y del aislamiento del deseo. Es la máscara ideal para el miedo a la muerte, al dolor, a la inercia, a la desventura, y además su mayor y perfecto descargo. De niños incluso lo empleamos con este propósito, aún sin saberlo.
  
Cualquiera podría entender —y muchos lo han hecho así— que el amor es una fórmula para el domeño del instinto básico. O, si quisiéramos andarnos por el psicoanálisis, una compleja trampa para el ello. Pero, en realidad, viene bien a la manifestación de las motivaciones afectivas primarias, porque las camufla con un traje confeccionado con los hilos del juicio, la paciencia y el beneplácito. Pero este traje debilita sus costuras con el uso prolongado y se rasga. Debajo queda, entonces, la consecuencia de tanto disimulo, de tanto abuso metafórico: la demanda básica, primaria, de compañía, de atención, de placer. Y, las más de las veces, cierto desencanto al descubrirlo (eso que llaman despecho).

Al desencanto hay que combatirlo de inmediato, porque la demora instaura la duda sobre la virtud y buen sentido del camuflaje, y entonces se resiente el ciclo. Y si se quiebra la rueda debemos irnos a pie, es decir, tornarnos primarios —primates. Por ello hay que adosarle poesía también, hacerlo canción, lamento musical nocturno, ronda que no es buena, que hace daño, que da pena, y se acaba por llorar.

Pero es preferible, más humano y gregario, el llanto a la furia o la desesperanza, el quiebre de una botella y el consuelo de la meretriz, el desvarío alcohólico y la pérdida de la conciencia —para seguir psicoanalíticos: el enredo del yo entre el ello y el superyó y la vida dando vueltas—, que oscilar el cuerpo desde un árbol, tensado por una cuerda, o descargar un tiro de carabina sobre el pecho de lo amado; en cuyos casos la metáfora quedaría en evidencia y con ello nuestra estafa.

Porque el amor es siempre un timo al placer, que es nuestro verdadero combustible. ¿O qué nos impulsa a juntarnos sino el placer de estar acompañados para ser bien atendidos y vivir a buen resguardo? ¿O qué a la disgregación sino el goce de nuestro albedrío y del silencio? Es decir, la simple satisfacción de lo que nos complace, que no necesariamente de lo que nos completa. Por ello inventamos la metáfora del amor como una ecuación poética para otorgar respuesta a la incógnita de nuestros instintos, al miedo por nuestra naturaleza animal. Y dijimos: el amor es un sentimiento de afecto hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear. Pero ya ven, la reciprocidad se procura, no se da por hecho, ni se otorga por nada. No, existe un trámite, una negociación, una previa exigencia: compléta-me, alégra-me, energíza-me, créa-me. Es decir, cubre mis necesidades que en tanto yo cubriré las tuyas. Es por eso que cuando las costuras empiezan a asomar, algunos optan por el parche o el remedo: un hijo. Otros, más precavidos, zurcen antes.

Este zurcido obedece a la satisfacción de una necesidad que en muchos casos es expresada de viva voz y suena horrible, porque parece atender de manera exclusiva al propio interés —y que podríamos clasificar psicoanalíticamente también como una pulsión inconsciente del ello—: quiero realizarme como madre, o como padre, según sea el género. Y no se contempla la realidad por venir del crío, ni el desenfadado y desgarrador mundo que lo aguarda para enseñarle cómo crecer, cómo ir ideando timos. A lo sumo algunos piensan en otorgarle todo el amor de padres, otra metáfora, y en velar por su educación y buen crecimiento, un nuevo desfalco. En este caso lo responsable es analizar si se cuenta con la garantía de que “el que traemos” no reclame luego la acarreada (¡qué de problemas ahorraríamos al mundo si lo hiciéramos!, ¿no es cierto?).

Pues bien, lo dicho, el amor no es más que una figura de la necesidad y un timo al deseo, un remedo al descalabro del instinto de supervivencia, un símbolo necesario para devorarnos o enloquecer al amparo de una sonrisa.

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Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.