Cultura

Vandalia, siempre Vandalia

Quienes tengan la bondad de leer los martes mi columna El Lobo Feroz en la edición impresa de El Mundo ya saben que he rebautizado el país donde nací con el topónimo de Vandalia. De ese modo me referiré a él de hoy en adelante.

El apodo le sienta como a Camps los trajes que, según algunos, le regalaban. Si la acusación carece o no de fundamento es cosa que debería saberse en seguida. No estoy seguro de que eso ocurra. Valencia también pertenece al reino de Vandalia, y en Vandalia todo va tan despacio como dice el refrán que lo hace en palacio. Sí, el de las pulgas y las liendres. Ése es el nuestro.

¿Nuestro? No. De ustedes, si acaso. Yo me largo otra vez hacia Indochina, de donde nunca debería haberme ido. Será el próximo martes. Lo hago sin calendario ni itinerario. Pasaré los primeros días de mi viaje en Bangkok, que es la ciudad más divertida del mundo, tiraré luego hacia el norte de Tailandia y el Triángulo de Oro, entraré en Laos por un oscuro puesto fronterizo, bajaré en cualquier piragua, bote o barcaza por el Mekong, fumaré unas pipas de opio barato y fresco, me detendré en Luan Prabang, que dejará de ser un paraíso cuando los chinos terminen la autopista que unirá Pequín a Bangkok (a eso lo llaman progreso), llegaré como sea a Vientian, seguiré por tierra, bordeando el río, hasta Camboya y…

O sabe Dios. Lo mismo modifico esos propósitos sobre la marcha y me adentro en Birmania para recorrerla, en la medida de lo posible, de cabo a rabo. Viajar es hacer camino y quien tiene meta no es viajero, sino turista. O sea: borrego numerado.

Lo único seguro es que no regresaré a Vandalia hasta el 28 de mayo, como mínimo, cuando todos ustedes se hayan quitado el sayo. El mío se habrá quedado aquí. En los países adónde voy no se necesita, y menos aún en esta época del año, que es allí la más calurosa. Sólo llevo dos camisetas, dos pares de calzoncillos, otros tantos calcetines, unos pantalones de repuesto y unas sandalias. ¿Para qué más? Muchos libros, eso sí, los necesarios para todo el viaje, este puñetero ordenador, sin el cual no podría terminar el libro sobre Soseki y el primer volumen de mis memorias ni enviar mis columnas, y cientos y cientos de píldoras de herbolario: las que forman parte de mi elixir de la eterna juventud. Son de muchos colores. Espero que no me detengan por narcotraficante. Sería chusco. Deténganme, en todo caso, por lo contrario: por ser matutero de salud.

Estoy en Murcia. Internet, como de costumbre, no funciona. Cosas de los hoteles de Vandalia. Ignoro cómo y cuándo podré enviar esta entrega de Dragolandia. Cuando una cosa funciona sólo a veces, diga lo que diga mi amigo Arcadi Espada, es que no funciona. Borges decía que las cucharas jamás se niegan a llevar la sopa a los labios de quienes las manejan y que les escaleras siempre conducen al piso de arriba o al de abajo, a no ser que sean objetos imposibles de cuadro surrealista. Así es. Prefiero las escaleras y las cucharas a los ordenadores.

¡Ah! Y los palillos a los tenedores.

Me voy ahora a la recepción. Pediré árnica. Si están ustedes leyéndome será señal de que me la han proporcionado y de que internet, ese desastre cotidiano, habrá vuelto a las andadas por las que no siempre anda.

Bill Gates nuestro que estás en los cielos, santificado sea el tu nombre…

¡Horror! ¡Estoy rezando al Anticristo! Que los fabricantes de escaleras me perdonen.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.