Cultura

Vademécum del viajero

Bangkok, 23 de marzo de 2009

Arrancan mis crónicas de Indias Orientales. Lo del otro día era sólo ejercicio de calentamiento antes de saltar al campo.

Todo empezó hace una semana. Ya lo sabe el lector, si es que existe.

No hay viaje sin equipaje, pero la selección de lo que figure en éste debe cuidarse al máximo. Lo más importante es el peso o, mejor dicho, la falta de peso. El placer de viajar corre en sentido inverso al del número de kilos que el viajero lleva a cuestas.

Cuando era joven me bastaba una mochila. Ahora, no. Las cosas se han complicado un poco. Envejecer es una lata. Ya lo decía la Biblia.

Dime qué metes en la maleta y te diré quién eres. El contenido de la misma refleja el carácter de la persona que la arrastra.

Peculiaridades de mi equipaje…

Ropa, poca (pareado). Reducida al mínimo: lo puesto y una muda. ¿Para qué más? Por las noches se lavotea lo que durante el día se ha llevado, se tiende en la barra de la cortina de la ducha, y a otra cosa.

En estos países, los de Indochina, por añadidura, hace calor, sobra casi todo y la ropa está tirada. Por lo que en Madrid cuestan tres cervezas se compra aquí el viajero avispado unos falsos calzoncillos de Calvin Klein, una falsa camiseta de Armani y unos falsos pantalones, cortos o largos, de cualquier marca pintona.

Neceser reventón, de barriga abultada. La higiene lo aconseja. Soy hombre dado a los productos de belleza, rejuvenecimiento y perfumería. No lo escondo. Nunca he sido hipócrita.

Libros, muchos. Tres por semana. El viaje que he emprendido tiene diez. Treinta volúmenes, aunque sean de bolsillo, y casi ninguno lo es, pesan lo suyo. Otra lata, pero no sé vivir sin leer. Tampoco es cosa de comprarlos aquí, porque no abundan las librerías, no están bien surtidas y no tienen libros en español, ni en francés, ni en italiano. Con el inglés me llevo fatal.

Guías de la Lonely. Que no falten. He traído cuatro, y dos de ellas -la de Tailandia y la del Sudeste asiático para mochileros- son de a puño. Eso sí: están en español, gracias a los buenos oficios de GeoPlaneta. Menos mal. El inglés de las originales es diabólico, a menudo incomprensible para mí, más enrevesado que el de Shakespeare.

Una bota de vino. La llevo siempre. Es fantástico. En cualquier lugar, así sea una mezquita de Teherán o un restaurante de tropecientos tenedores, puedes empinar el codo por cuatro cuartos en las barbas de los ulemas y de los camareros. Nadie te dice nada.

Botellines de aceite de oliva virgen prensado en frío una sola vez. Son de veinte mililitros. Con eso basta para desayunar como Dios manda y a mí me gusta. Uno al día. Setenta en esta ocasión. Sólo una pega: abultan. Todo sea por la salud. La mantequilla es un veneno.

Y, por último, los cientos y cientos de píldoras, pastillas, comprimidos, papelinas y ampollas de mi elixir de la eterna juventud. Tomo alrededor de setenta al día. Multiplicados por diez semanas arrojan casi la cifra de cinco mil. Son todos de herbolario, legales e inofensivos, pero cantan cantidad. El día menos pensado van a detenerme en cualquier frontera como sospechoso de narcotráfico. Tardarían meses en ir analizando uno por uno los ingredientes de mi elixir. Nunca ha sucedido hasta ahora, pero quién sabe. ¿Doy ideas? Envíenme bocadillos, si sucede. De jamón y de chorizo, no, porque son sustancias prohibidas, prohibidísimas, que agravarían mi situación.

¡Ah! Me olvidaba de otra singularidad, en mi caso imprescindible: la petaca. Nunca viene mal, ya sea a las maduras, ya a las duras, reconfortar el alma con un buen trago de whisky.

Lo segundo, hechas ya las maletas, es elegir con tino la línea aérea que va a poner alas a nuestros sueños. Quédese ese asunto, de máxima importancia, para la próxima entrega. Ya está bien por hoy. Bangkok me aguarda.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.