Cultura

San Fermín marró el quite

Escrito a vuelamuerte. Acabo de enterarme del fallecimiento del mozo herido esta mañana -la del 10 de julio- en el encierro de los Jandilla.

Yo había visto, minutos antes, esa cornada en la tele.

Lo primero, lamentarlo. De corazón. Palabra.

Lo segundo, unas consideraciones…

Llegarán ahora -estarán llegando ya- las jeremiadas de quienes, en circunstancias como ésta, se rasgan las vestiduras, se llevan las manos a la cabeza sin saber que el corazón tiene razones desconocidas por ella y piden la prohibición de lo que Hemingway pensaba que es (y sigue siendo, añado yo) la más hermosa fiesta del mundo.

Y hermosa muerte es también, escogida por él, la que ese mozo ha tenido.

¿O acaso es mejor morir estúpidamente en la carretera, de peste porcina en la UVI de un hospital o apuñalado al salir de una discoteca?

¿Deberíamos prohibir los coches, los viajes a lejanas tierras, las colonias de verano, los desahogos festivos de la juventud o, ya puestos, incluso salir a la calle, como los Kirchner (¡vaya par de dos!) acaban de hacerlo en Argentina?

Nacer es peligroso, y vivir, más, sobre todo si la vida se bebe a grandes tragos. Correr en un encierro de San Fermín lo es: un botellón de felicidad trasegado a gollete. Sé lo que digo. Lo he hecho en bastantes ocasiones, y no lo lamento. Lo que lamento es no seguir haciéndolo. A mi edad sería un suicidio.

Rito de paso: hacerse hombre, dejar de ser un adolescente, enfrentarse a la vida…

Los masai, en la falla del Rift, corrían para lo mismo y en idénticas circunstancias de edad y aprendizaje, su gran aventura sanferminera. Para convertirse en adultos tenían que salir de noche, en solitario, a la sabana, armados con una lanza, y dar muerte a un león. Ahora se lo han prohibido y están, los pobres, tarumbas. Certifíquenlo los antropólogos. Toda la filosofía de esa etnia se ha ido a tomar por saco. Los guerreros de antaño son hogaño pasto de las fotos de los turistas.

El mozo muerto no era un niño. Todo lo contrario. Sabía lo que se hacía. Estaba a punto de convertirse en hombre. Ahora es un príncipe de Roma: ha muerto como morían allí los héroes, en plena juventud. Su cadáver es como la fiesta de la novela de Hemingway que así se llama: hermoso, hermosísimo, viva moneda que nunca se volverá a repetir.

Honor y fuerza, compañero.

Compañero, digo, porque pudo tocarme a mí.

Has muerto como Rilke: de tu propia muerte.

Sírvate de epitafio lo que escribió Saroyan: como una flor, como un cuchillo, como absolutamente nada en el mundo.

Así la rosa.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.