Cultura

Charlie

friedlandermingusEn el número 5 de la calle Great Jones en Nueva York se escuchó un disparo; la bala atravesó la pared de un departamento y se incrustó en la pared del vecino. Era demasiado. Al shooter lo sacaron vendiendo almanaques del edificio; que diera gracias al cielo porque no se presentarían cargos por asalto con arma de fuego.
Pelearse con Charles Mingus era como fajarse con el diablo. De ahí le salió el mote de The Angry Man Of Jazz. Era bajista y pianista, pero te metía un uppercut que, seguro, te hacía ver la escala de sol cuadriculada.
Casi toda la música del Mingus tiene el alma del hard bop —caliente y soulful— pero también el hombre la nutría del más negro de los gospels, adobándola con free jazz y hasta con música clásica. Por eso no se lo puede encasillar en una categoría. El Mingus forjaba su propia música; se centraba en la improvisación colectiva como en la vieja Nueva Orléans.
Dado su carácter podrido, buscaba músicos que pudiesen aguantarlo; se fijaba no sólo en su destreza musical sino también en sus personalidades. Hacía bien el Charlie porque, a ver quién era el guapo que se le ponía en frente.
Así y todo, la humildad lo inundaba y decía que una de las dos influencias más grandes en él era el Duke; la otra era su iglesia. Tal era esta primera influencia que el Dizzy, en uno de esos momentos serios, dijo que el Charlie le hacía recuerdo al Edward K. cuando era jovencito, por aquello del “genio organizacional”. ¿Don común? ¿Heredado? Quién sabe. Igual —no importa. Tal vez ese genio también le salía de los genes: era negro, chino, inglés blanco y sueco; pero eso no lo entendían los dueños de clubes de jazz. Más a menudo que no, lo sacaban tostando de un trío, cuarteto o ensamble sólo por eso.
Tocó con el Bird en los ’50, pero su relación amor–odio con el legado de Parker le causó conflictos de conciencia y de temperamento; y es que lo que tenía de genio también lo tenía de bestia. Hasta tituló una canción If Charlie Parker were a Gunslinger, There’d be a Whole Lot of Dead Copycats. La conocemos como Gunslinging Bird. Durante esa misma época, un póker de ases —pura buena ficha— como el Mingus, el Max, el Dizzy y el Bud dieron un concierto en el Massey Hall de Toronto. Nunca les dieron sus regalías por el gig, pero si les dijeron que se trataba de lo mejorcito de las grabaciones jazzísticas en vivo. Ya no hubo otra, porque en la famosa “reunión” del ’55, un Bud Powell mentalmente ido, un Bird volando como un cometa y un Max que no sabía qué hacer para controlar la escena, al Mingus se le subió la mostaza y le dijo al público: “No tengo nada que ver con esto. Esto no es jazz. Estos son enfermos”. A la semana, se murió el Bird, confirmando el diagnóstico  del Charlie sobre el escenario.
Eh, él era así: carismático, volátil, difícil. Nunca pasó por su mente que él también podía enfermarse. El síndrome de Lou Gehrig le atacó sin darle tregua; fue la pelea en la que no pudo ser número vivo, partiéndole la cara a quien tenía la osadía de presentársela de frente y mirándole a los ojos. Entre Epitaph y su autobiografía, las sombras y las luces de la vida del Charlie lo revelan —primero— como el maestro de una obra que tiene una extensión de 4.235 medidas; son necesarias dos horas para interpretarla y se necesita una orquesta de 30 instrumentos y —segundo— como un depredador sexual que confesaba haber tenido algo así como treinta y una aventuras en el curso de sus cincuenta y seis años, incluyendo una con veintiséis prostitutas de una sola sentada. La cifra no incluye a ninguna de sus cinco esposas. Ah, Mingus. Sus cenizas, lo único que quedó de esos excesos, son parte indivisible e inseparable del Ganges desde 1979. El resto está en los discos y en los documentales. Eat that Chicken, Charlie!

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.