Cultura

Tigres

Chiang Mai, 4 de abril de 2009

Mis pies corren más que mi pluma. Ya no estoy en Bangkok. Lo dejé atrás hace cuatro días y desde entonces he visitado muchos lugares que, sorprendentemente, no conocía. Hablaré de algunos de ellos en próximas entregas de este blog, pero todavía no ha llegado ese momento. Me limitaré hoy a decir que he acariciado a un tigre. Mejor dicho: a varios tigres. Nunca lo había hecho. No estaban entre barrotes, sino sueltos. Había más de cuarenta.

Decía Victor Hugo que Dios creó al gato para que el hombre pudiese acariciar a un tigre. Misión cumplida. Seguiré, por supuesto, acariciando a todos los gatos que encuentre y que no me bufen ni me den zarpazos. Es más: acabo de hacerlo.

En el vestíbulo del hotelucho donde tecleo estas líneas hay tres gatitos preciosos, especializados en jugar con calcetines. Ése es, en realidad, el verdadero motivo por el que me alojo aquí. No me gustaba mucho la Guest House de la que hablo, pero ver a los mininos y pensar que era un buen sitio fue todo uno. Acertaba. Donde se cuida a los gatos, se cuida todo. Esprit de finesse, dirían los franceses.

Lo de hotelucho no era despectivo, sino descriptivo. No voy a llamar hotelazo a una casa de huéspedes cuya tarifa por habitación doble con baño (sin bañera), aire acondicionado, televisión por cable, terraza, porche e internet gratuita cuesta menos de once euros.

Y, encima, gatos. No cabe dar más a cambio de menos. Tailandia es así.

Lo de la tele, por cierto, es asombroso. Más de doscientos canales y todas las lenguas y dialectos del mundo salían por la pantalla y la boca del televisor. Igualito que en Vandalia.

Vuelvo a los tigres…

Estaban en un monasterio budista de cuyo nombre no quiero acordarme, porque si lo digo contribuiré a que se dejen caer por él aún más turistas de los que ya lo hacen.

En 1999 llegó el primer cachorro al templo en cuestión. Era huérfano. Un cazador furtivo había asesinado a su madre y a sus hermanillos. Un campesino lo rescató y se lo entregó a los monjes. Éstos lo adoptaron. El animal creció sin enseñar nunca los colmillos, libre, feliz, bien alimentado, bien tratado, cariñoso, amigo de todos, propios o extraños, y allí sigue.

El ejemplo cundió. Otros campesinos encontraron otros tigres en circunstancias parecidas y también los llevaron al convento. Éste se convirtió en refugio de lo que acaso sea el más hermoso animal de cuantos en la tierra existen. A todos los acogían los monjes. Hoy viven en el convento treinta y ocho ejemplares adultos y nueve o diez cachorrillos.

Estuve con ellos. Los acaricié, me senté a su lado, los contemplé, los admiré, me acordé de Borges: un tercer tigre buscaremos… El alma se ensanchaba.

Dicen los chinos, gente sabia, que si te subes a un tigre, no te apearás de él cuando tú quieras, sino cuando quiera el tigre.

Cierto, pero sólo si lo tomamos como alegoría. Vale decir: no hagas nada que no seas capaz de deshacer. Los monjes budistas son aún más sabios que los chinos: se suben, literalmente, a los lomos de los tigres y los cabalgan al hilo de carreras amistosas que siempre terminan bien, porque han descubierto que, en contra de lo que decía Victor Hugo, Dios creó a los tigres para que los hombres de buena voluntad pudiésemos acariciarlos como si fuesen los gatitos del hotelucho en el que tecleo estas líneas.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.