Sociopolítica

Búsqueda de la felicidad (3): Yo, budista

¡Ah, Buda!

Nadie habla mal de él. Nadie, que yo sepa, lo ha hecho a lo largo de los siglos. Tiene y ha tenido siempre muy buena prensa, mejor que la de Jesús, lo que ya es decir, incluso entre los ateos.

Y, esto último, no sin lógica, porque el budismo es, como el taoísmo, una religión sin dioses -únicos o plurales que éstos sean- y carece, en consecuencia, de idolatrías, dogmas, profetas, santos, milagros e iglesia. No es teísta, no admite lo sobrenatural. Nada, pues, repugna en él a la razón.

Parecerá, sin embargo, paradójico -y difícil de entender y digerir- este concepto de una religión atea o, por lo menos, agnóstica a quienes hayan nacido en el seno de cualquier cultura dominada por el monoteísmo judío, cristiano o musulmán. Reparemos, para vencer esa dificultad, en la circunstancia de que el budismo no nació de una supuesta revelación divina -algo que viene de fuera-, sino de una iluminación interior, fruto de una estado de conciencia –el samadhi, el satori… El éxtasis, en definitiva- que es la desembocadura mística, ganada a pulso, de un laborioso proceso de meditación.

A Moisés le bastó con subir al Sinaí, llegó Yavé en un pispás y… Buda permaneció once años bajo las ramas del bo y sólo así vino a saber que la realidad inmediata, la fenomenológica, la que los sentidos nos transmiten, es pura apariencia –maya (ilusión)- que nos confunde, que oculta la verdadera Realidad, la que se escribe con mayúscula, y que nos arroja, al nacer, al encarnarnos, al samsara, a la engañosa Rueda de la Vida (y de las Vidas), en la que todo es tornadizo, fugitivo y doloroso.

¿Existió Buda? Es dudoso, como dudosa es, asimismo, la existencia de Jesús. Y, en todo caso, si existieron, es seguro que ninguno de los dos vivió como nos lo han contado. Nadie debería confundir a Jesús de Nazaret con Cristo ni a Sakiamuni, Gautama o Sidharta con Buda. Hubo, quizá, una especie de percha histórica, de hombre nacido de varón y de mujer, en ambos casos, pero el Buda y el Cristo -o la budeidad y lo crístico- son manifestaciones arquetípicas venidas del fondo de la conciencia humana y del inconsciente colectivo que revisten carácter simbólico, surgen en el curso de la experiencia mística y se producen al margen de la historia.

Hay, sin embargo, otro budismo, de igual modo que hay otro cristianismo, más llano, más cercano, más cotidiano, más practicable y asequible a las gentes del común, vestido, por así decir, con ropa de andar por casa, y ése es el que el que nos enseña a vivir sin dolor, a morir en paz y a ser felices.

¿Cómo? De una sola manera, por un solo camino: el del desapego, nacido de la convicción de que su contrario -el apego a lo que sea: personas, objetos, costumbres, situación económica, posición social, ideas, ideologías, sentimientos- está sujeto a la inflexible ley del cambio, de la fugacidad, de la apariencia, de la impermanencia de todo lo existente, y es, por ello, porque inevitablemente se pierde y porque se sabe, de antemano, que será así, fuente única de ese espejismo, de esa enfermedad de la conciencia, a la que llamamos sufrimiento.

Éste, en cuanto se interrumpe el suma y sigue encadenado -hoguera falaz, ascua incesante, mariposa de ceniza- del deseo, se desvanece.

Sólo así, según el Buda, se alcanza serenidad y distanciamiento (la ataraxía de los estoicos), autonomía y soberanía espiritual, independencia anímica, se mata el ego, se ahoga el dolor, se limpia el karma, se detiene el monótono girar de los cangilones de la noria del samsara, se rasga el velo de maya, se quiebra la condena de las sucesivas encarnaciones y se alcanza la gloria, suprema dicha y fusión con el Absoluto (o anima mundi) del nirvana.

Éste, por cierto, es el Todo -única inmortalidad posible- y no, como tantos, en Occidente, creen, la Nada.

El budismo, religión -quizá no debiéramos llamarla así. Es filosofía, es sabiduría- razonable y razonada, está, en contra de lo que por lo dicho hasta aquí pudiese parecer, al alcance de cualquiera y es, por ello, la más útil en lo concerniente a la búsqueda de la felicidad entre todas las religiones, o caminos de perfección, que en el mundo existen.

La más útil y la más práctica. Cuando no hay apegos, no hay violencia. Ni envidia. Ni avaricia. Ni ningún otro pecado capital. Menos aún ése al que los judeocristianos llaman original. Ser hombre, según Buda, no es un delito ni debe generar, por ello, sentimiento alguno de culpabilidad. Los niños budistas nacen inocentes, y con inocencia viven y mueren los adultos.

Con inocencia y con pobreza. Ningún budista quiere hacerse rico. Nadie ahorra, nadie invierte, nadie acumula. Poseer algo es tener apegos y quebraderos de cabeza. ¡Quita, quita! ¿Para qué, si la vida es un puente hecho de impermanencia? Nadie en su sano juicio construye nada sobre los puentes. El labrador budista, por ejemplo, sólo siembra y cosecha lo que él y los suyos necesitan, ese año, esa estación, para sobrevivir y llega al extremo de pedir perdón a la madre tierra cada vez que hunde en sus entrañas el rejo de su arado.

No hay nada que no sea para el budismo un sacramento y, a sus ojos, sagrado es, por lo tanto, el ecosistema. Si todos fuésemos (o nos hiciéramos) budistas, el globo terráqueo y quienes lo habitan no correríamos peligro alguno.

Buda nos tiende un filtro de amor generoso, un bálsamo de perdón y una tabla de salvación y liberación. No es extraño que tenga por doquier, incluso entre los ateos, como ya dije, tan buena prensa.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.