Cultura

Diario de Viernes (Ruta Quetzal-BBVA): 8. Fin del naufragio

Último día en la isla de Robinsón. Esta tarde zarparemos. Seré breve. Los adioses deben serlo.

Ayer fuimos en lancha, sin quetzales, a uno de los solarios de los lobos marinos. Éramos todos adultos. Así nos llaman en la jerga de la Ruta. Duró el trayecto un par de horas. Siete valientes, salidos de las filas de los monitores y de los periodistas, se echaron al agua y nadaron hasta la roca. Yo, como Bartleby, nunca lo hubiera hecho. Soy de secano. La escena me impresionó.

Llegaron allí, treparon por las resbaladizas paredes del islote, se tumbaron entre los lobos y se atrevieron, incluso, a acariciarlos. Yo, como Bartleby, tampoco lo hubiera hecho.

Los valientes

Luego, ya en la aldea, me tocó hablar delante de los chavales. También estaban los adultos. Me presentó y me interrogó Víctor Lamela. Conté historias, repasé viajes, filosofé, provoqué, hice todo lo posible para sembrar inquietudes, transgresiones, heterodoxias, rebeldías, interrogantes, fermentos y levaduras en la conciencia de quienes me escuchaban. Llegó después el turno de preguntas. Parecían interesados. Hicieron muchas, y hoy, de uno en uno, ya en privado, ha seguido el tiroteo.

Comilona general antes de abandonar la isla. Invitan las autoridades de su único municipio. Cocinan al aire libre, manejando gigantescos pucheros y sartenes, las gentes del lugar. Nos sirven las dos especialidades de la gastronomía autóctona: el perol, que es una especie de bullabesa, zuppa o suquet en la que el principal ingrediente es la langosta, aunque haya otros muchos, y el disco, en el que los pescados y los mariscos se mezclan con la carne de pollo y de cerdo. Cantidad y calidad. Somos muchos, pero no importa. Multiplicación de los panes y los peces. Todo está sabrosísimo. El ambiente ayuda. Música, baile, risa y amistad.

Nos vamos. Miro la isla desde la cubierta del Valdivia. Nada desentona. Es un lugar fantástico, irrepetible. Eppur

Me preguntaba en alguna de mis crónicas anteriores si aquí está el paraíso, pero ¿puede serlo, me pregunto ahora, contemplándolo mientras el barco se aleja, una aldea que mide dos kilómetros de longitud, y me quedo largo, por trescientos metros de anchura?

El resto de la isla sólo está al alcance de los senderistas, de los alpinistas, de los submarinistas, de los buscadores de tesoros… Y no del todo, porque hay lugares en ella que nunca se han explorado y a los que sólo pueden llegar las cabras silvestres y los pájaros de altura. Ni Alexander Selkirk (alias Robinsón) ni el miskito Will (alias Viernes) los alcanzaron. ¿Cómo podría hacerlo yo?

Paraíso angosto, en todo caso, de pasiones humanas, harto humanas, probablemente reconcentradas y recalentadas, aunque a primera vista no lo parezca, que en cualquier momento pueden reventar y convertir el jardín del Edén en un infierno. Si le pasó a Adán, si le pasó a Eva, ¿por qué no iba a pasarme a mí?

Expúlseme Yavé. Mejor marcharse antes de que la transformación se consume. Es lo que hago, lo que hacemos. El Valdivia pone proa a mar abierto. Anochece. La isla se desdibuja en la distancia. No hay paraíso que no se pierda. Doscientos expedicionarios de codos en la borda. Melancolía, resignación. Sé, sabemos todos, que es para siempre, que nunca volveremos al archipiélago de Juan Fernández. Adiós.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.