Cultura

La fascinación del escritor

            Me acuerdo de la fascinación que ejercían sobre mí, de mozalbete, esos intelectuales y escritores que salían por la televisión de los años sesenta, por esa televisión en blanco y negro tan precaria técnicamente y de la que –dicho sea de paso- rescataría ahora mismo más de un excelente programa.

            La figura del escritor, demiurgo hacedor de mundos ilusorios, es asimilable al concepto de creador literario. En el escritor y en su ideología, en sus ansias y expectativas, radica el resultado de su paternidad y originalidad. “Si hago hincapié en el nacimiento del acto literario –dice Nadeau-, en la producción de la escritura, es porque contemplo en todo escritor a un individuo que rechaza primero el lenguaje común, ni que decir tiene, pero que rechaza incluso todo cuanto se ha escrito antes de él. La literatura nace cada vez con cada individuo que escribe y en la voluntad de abolir todas las literaturas anteriores. Puede que el escritor imite a veces, pero será contra su voluntad e inconscientemente”[1]. El creador es un ser especial al que casi todos ven con admiración; o cuando menos, con atracción o desconcierto. El escritor es, indefectiblemente, un tipo raro, fantasmagórico y alucinado, seducido por la palabra y la inteligencia.

En este libro, Umbral nos daba su retrato de un buen número de alucinados escritores, gentes que atraían y encandilaban por su oficio

            Hago mías, en razón de la experiencia, las palabras de Nadeau. El escritor es la base de la creación. Normalmente, los escritores se refugian en sí mismos, en su ego íntimo, de donde sacan ocasionalmente la materia prima de su obra en gestación. El libro, la obra conclusa, es para el autor como parte de sí mismo, un fragmento de su vida, una prolongación irremediable y rebelde; algo más, en definitiva, que un montón de cuartillas emborronadas por sus trazos de escritura. Siempre y cuando haya una mínima dosis de honestidad creativa, la obra literaria será algo compacto y de peso, una ilusión formidable, una realidad digna y merecedora del más absoluto respeto.

            Es verdad, y nadie negará la evidencia, que la profesión de escritor es rara por antonomasia en una sociedad como la nuestra en la que hay costumbre de comer a diario un par de veces al menos.

            Los escritores que ejercemos de tales solemos ser personas serias, formadas, con criterio, que conocemos el mundo intelectual, que navegamos con relativa soltura por semejante piélago y que tenemos los medios –no siempre tampoco, por desgracia- para que nuestras opiniones salgan a la luz desde las mazmorras tristonas de nuestros estudios abarrotados de libros. El intelectual es un tipo que, desde la cultura, se compromete con la sociedad de su tiempo e intenta aportar cordura y conocimiento. Y eso está bien, ya lo creo, pero el escritor puro no necesita ese compromiso social para rodearse de la aureola especial que ofrece el planeta del intelecto. Bastante compromiso asume uno ya al pretender llamarse escritor, con todo lo que esa búsqueda personal implica de esfuerzo y de mejora.

            El escritor se sabe fascinante aun siendo feo, incluso viejo, o hasta las dos cosas a un tiempo. Su atractivo no deviene de su físico en absoluto, sino de cómo imaginan los demás que tiene dispuesto el cerebro. Los escritores son a veces niños grandes, pero niños con la cabeza bien amueblada, la imaginación despierta y la pluma ilustrada y lista. Por eso digo siempre que no es escritor quien quiere, sino quien puede. Y son pocos los que pueden.

            La fascinación del escritor habrá que buscarla en la misma consideración de tal. El ebanista puede ser admirable por el resultado de sus trabajos, pero un escritor será fascinante antes incluso de mostrar sus libros, antes de que sus labores se demuestren en sí mismas singulares o magníficas. El escritor será fascinante ante los demás por el mismo hecho de anunciarse como escritor, por ir por la vida con esa etiqueta que, con honestidad, bien pocos pueden llevar a gala.

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        [1] Palabras de Nadeau. Sobre este asunto véase BARTHES, Roland y otros, “Escribir ¿por qué?, ¿para qué?”, en ¿A dónde va la literatura?, Caracas, Monte Ávila Editores, 1976. Que nadie se horrorice por la fecha de edición de esta obra. Es éste un libro antiguo, pero no viejo, y seguro que lo encuentran en las mejores bibliotecas.

Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española