Sociopolítica

Macedonia de parejas

Las migas del almuerzo

 

Es de admirar el arte que atesoran algunos para realizar juegos de prestidigitación semántica. Es como la mujer del César, que no sólo ha de ser casta, sino también parecerlo. Una buena parte de nuestra sociedad, que vive en un perpetuo parto de modernidad, intenta conciliar los llamados “nuevos tiempos” con las viejas tradiciones, pero ya se sabe, no puede uno ser políticamente correcto a todas horas, en toda situación, pues llega un momento en que el mecanismo chirría y acaba soltándose el eje.

Pongamos un ejemplo de la calle. En las últimas semanas, se ha hecho un hueco en la parrilla televisiva, que tanto se asemeja a veces a los tinglados inquisitoriales, un tal Antonio Aguilera, que es algo así como un nuevo Rafa Mora, pero en gaditano, cambiando el “nano” por el “pisha”. El menda en cuestión, ya se ha fraguado una fama pasajera haciéndose pasar por el novio de Falete, a clin clin caja, para, una vez alcanzado el minuto de gloria, desmentir, también a clin clin caja, el supuesto affaire con el “cantante” (las comillas, en este caso, indican duda).

Preguntado el susodicho a bocajarro por los colaboradores de un programa rosa, perdón, de “crónica social”, de si en verdad es homosexual, el muchacho, muy ofendido, espeta: “¿Gay yo? ¡Pero qué dices! ¡Claro que no!”. Puesta la pregunta en cuarentena, bien pudiera parecer que le hubieran acusado de pederasta o de asesino a sueldo. A continuación, entendiendo que su reacción bien pudiera calificarse de homófoba, añade: “Y que conste que no tengo nada contra los homosexuales. Es más, tengo muchos amigos gays y los respeto”. Y arreglado.

Lo de tener muchos amigos gays, es otra de las coletillas que la vieja guardia pretoriana del Antiguo Régimen ha dado en espolvorear a diestro y siniestro. Aunque todos nos damos cuenta de que esos falsos “progres” hacen un esfuerzo sobrehumano por cambiar mentalmente la palabra “maricón” por la palabra “homosexual”. Supongo que es de agradecer. Es como aquel falso cliché por el que se dejó de llamar negros a los negros y etiquetarlos como “morenos”. En fin.

Es duro intentar parecer lo que uno no es. Y más delante de una cámara. La tensión mental que han de soportar debe resultar quasi insostenible y por ello merecen toda nuestra admiración y respeto. Aunque a veces nos chirríe el mecanismo, como ese abuelo asaltado con alevosía en plena Gran Vía madrileña por algún reportero en busca del Santo Grial, con su bigotito de carril de hormigas, que habla por sí solo, el cual, preguntado acerca de los matrimonios homosexuales, responde: “Yo no tengo nada en contra de los maric… de los ‘gayes’, que se casen si quieren, pero que se guarden las efusividades para la intimidad, que yo no tengo por qué ver a dos hombres besarse por la calle”.

Es la doble moral, pero al abuelillo franquista se le perdona, porque se le nota que soltar la frasecita de moda le remueve las entrañas. Que hubiera querido espetar, también se sabe, que “esto en tiempos del Caudillo no pasaba”. Es como lo del “Perdono, pero no olvido”, que es una manera laica e indolora de perdonar sin hacerlo.

En los dirigentes políticos, la regla semántica se confirma, pero aquí los bachilleratos juegan a favor de la proclama, con aquello de “No estoy en contra de los matrimonios homosexuales, pero que no lo llamen matrimonio”. ¿Y cómo lo llamamos? “Pues, mire usté, como quiera, hay mil formas de llamarlo, unión civil, contrato social de convivencia…” ¿Y qué más da? Como dijo la otra: las peras son peras y las manzanas son manzanas. Si las unimos, nos sale una macedonia, no un contrato alimenticio de unión frutal.

Se ha establecido un cliché social que hasta los más homófobos han caído en la tela de araña de las “buenas formas” y se ven abocados a mantener la compostura. Hasta tal punto que los propios afectados se han subido al carro de la semántica. Tierno, y algo irónico, me resulta ver al gay de turno, ese al que “la homosexualidad se le huele a distancia” soltar la palabreja sustitutiva. “Mi pareja”. Entiendo que si quieren conseguir la igualdad total y evitar que sus matrimonios acaben siendo “macedonias”, debieran llamar a las cosas por su nombre, por el de toda la vida: mi novio, mi novia, mi marido, mi mujer… Y Santas Pascuas. De todas formas, aunque resulte como el suplicio de Tántalo, el esfuerzo de unos y otros es en sí mismo un logro, un punto de partida, el principio hacia la aceptación verdadera y sin peros. ¿O sin peras?

Vaya desde aquí mi reconocimiento para todos ellos. Y para programas como el Diario (antiguo “de Patricia”, y ahora de Sandra Daviú) donde se trata la homosexualidad, no como algo distinto, extraño y morboso, sino con las más absoluta indiferencia. La naturalidad es el paso previo para la normalización. Sin peras ni manzanas ni otras paráfrasis verbales.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.