Sociopolítica

Memorias (intrascendentes) de estudiante

Estas fotos de diciembre de 2010 son de una visita reciente a la Facultad de Arquitectura del Uruguay

Entré a la facultad de Arquitectura de Uruguay en 1988 porque pensaba que nadie podía vivir de la literatura. Además, en mi infancia y adolescencia había sido un “pintor y matemático” con ciertas facilidades renacentistas. Hice un año paralelo en la Escuela de Bellas Artes pero no gané mucho allí y abandoné. Me pasaba que cada vez que oficializaba una inquietud creativa la mataba. De joven era fanático de Leonardo da Vinci y quería quedarme viviendo en ese mundo de mi taller solitario de Tacuarembó, rodeado de las esculturas de mi madre, de mis pinturas al oleo, de las fórmulas matemáticas del liceo.

Hice una buena primaria y una pésima secundaria. Como en Tacuarembó no había más que Quinto científico, tuve que ir a Montevideo a hacer Sexto de arquitectura.

Mi padre me metió en el Liceo Elbio Fernández, temeroso de que la capital era un hervidero de drogas y desorden. El Elbio tenía fama, era una de las secundarias de la clase alta uruguaya. Todos o casi todos dominaban inglés, menos yo, y con alguna frecuencia se burlaban del hijo del carpintero que venía del campo. “¿Ibas a caballo a tus clases?”, me preguntaban.

Ese año, 1987, en el Elbio, pasé de ser un mal estudiante a ser uno de los pocos de la clase que pudo salvar los exámenes para entrar a la universidad. Hasta la mitad de año tenía todas las materias bajas, perdidas. Me la pasaba leyendo a Sartre, Sábato, Austin, Einstein, Onetti, Mahfouz, Quiroga, Freud, Jung, Cortázar y una entrañable mezcla caótica de autores en los bares de la Ciudad Vieja. En Canelones y Ciudadela había uno donde la cocinera era una gallega llamada Lourdes; trabajaba como una bestia y cocinaba como los dioses, todos platos muy simples y económicos, con esos olores que volví a encontrar años después en Galicia y Asturias.

Algo pasó cuando ingresé a la universidad. En las clases duras, como las de matemática, mis compañeros se quejaban por unanimidad. “Qué enredo, no entiendo nada”, “no agarro ni las del piso”, se decían. Una clase tras la otra, lo mismo. En esa época, no sé ahora, lo normal era perder los exámenes. Yo me decía a mí mismo “no sé qué pasa, pero entiendo todo”. Desde chico recuerdo que tenía “saltos” y “caídas”. Un día, de repente, me sorprendía entendiendo todo con extrema facilidad lo que por mucho tiempo me pareció difícil.

La facultad me resultó muy fácil, aunque reconozco que tampoco hice grandes méritos para lucirme en los proyectos o para sacar buenas notas.

La vez que pasé peor, creo, fue cuando me gasté un dinero en dos libros de más y pasé cinco días sin comer. Como no comía tampoco dormía y como no comía ni dormía me olvidaba de afeitarme. Cuando llegaba a las clases, uno de mis mejores amigos, Maxi Meilán, me decía: “Che, Mafú, parecés un mendigo. Así, zaparrastroso, nunca vas a vender las rifas para el viaje”.

Y tenía razón. Debía vender diez números por día y no conseguía vender ni uno. Un día empezó a llover y me metí en el hall de un edificio. El portero me echó de allí, así que salí a caminar en la lluvia, resignado. Mientras me empapaba me decía, “no importa; en París me reiré de este mal día”.

Con el paso de los días aprendí algunas estrategias para vender números de lotería. Siempre fui pésimo haciendo negocios, pero aprendí rápido y logré vender en los comercios de Montevideo hasta quince números por día. Más de un año después, cuando subimos a la torre Eiffel con un grupo de compañeros de la facultad, comenzó a llover y bajamos corriendo. Una muy buena compañera de viaje me decía enojada, mientras nos empapábamos, “¿se puede saber qué tiene de gracioso? Nos estamos empapando y vos te reís como un demente”.

Más de la mitad del tiempo de aquellos años de facultad lo dedicaba a leer y a escribir cosas que no tenían nada que ver con la carrera. Mi padre, siempre discreto, no preguntaba mucho. “M’hijito, usted sabe lo que hace”, me decía cuando volvía a mi casa de Tacuarembó sin muchas noticias de progreso en mis estudios.

Liquidé todas las materias en 1992, menos dos. Dejé el apartamento que alquilaba a medias con una familia y me fui a la casa de mi padre, en Tacuarembó, desde donde seguí preparando el Proyecto final (la tesis) y el Practicantado. Todo 1995 fue el año del viaje, el año en que le dimos la vuelta al mundo. Éramos jóvenes, compartíamos los sueños de un grupo de románticos que se habían lanzado al mundo, casi sin compromisos de ningún tipo.

Practicantado se hizo absurdamente larga porque los profesores conseguían trabajo en otras partes y renunciaban (así vi la triste cárcel de Punta Carretas transformarse en un alegre mall, entre otros travestismos sociales y urbanos). Primero pensaba graduarme en 1994, luego a principios de 1995. Pero tuve que irme al viaje, al famoso “Viaje de arquitectura, G-88”. Me quedó la tercer y última prueba de Practicantado pendiente para mi regreso, a principios de 1996.

Cuando me recibí no se lo dije a nadie. No fue por desdén; estaba absorto con mi primera novela que mal reescribí más de diez o quince veces en una maquina antigua a la que tenía que colgar una botella con agua del lado izquierdo del carril porque no tenía dinero para comprar el resorte que movía el carril de una letra hacia la otra.

Salvé la última prueba en una obra del puerto de Montevideo y me fui a la casa de mi abuelo en Colonia. El viejo había perdido a la abuela pocos años antes y yo lo visitaba casi todos los meses. El mayor regalo que me daba cada vez eran sus historias viejas. Todavía conservo algunas grabaciones en cassetts de cinta que sobrevivieron a decenas de mudanzas. Cuando me preguntaba para qué quería tantas grabaciones yo le decía que eso era todo lo que iba a heredar de él, una fortuna invaluable. Y así fue, eso fue todo, y todavía conservo algo de esa fortuna, aparte de un océano insondable de recuerdos por donde buceo de vez en cuando para descubrir algún nuevo secreto.

Por entonces, yo tenía unas pocas obras en construcción pero tenía aún menos gastos. Vivía como un Gandhi, con poco y muchos libros.

Con todo, me recibí muy temprano. Por entonces el promedio eran 13 años. Cuando le digo a mis estudiantes en Estados Unidos que algunas carreras universitarias en Uruguay llevaban más de diez años, que había exámenes de matemática o de estabilidad que duraban nueve horas, que teníamos clases los sábados y a veces exámenes los domingos (sobre todo los de sociología y economía), les cuesta creerlo. En realidad algo andaba mal. Demasiado de todo para un mercado laboral que no necesitaba ni el 20 por ciento de todo aquel esfuerzo. Para conseguir un trabajo en aquella época se necesitaban “otras habilidades”.

Pero en fin, sin duda las universidades en las que he estado me han dejado siempre buenos recuerdos. Siempre agradecido.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.