Cultura

Lengua de cera, para depilar

No arrastro sombra alguna mientras camino, ni se asoma la manecilla solar de mi silueta forastera. El sol, llamémosle Benito, se anuncia esplendoroso y cancerígeno en medio del cielo. Al salir del hipermercado (vulgares cuevas de la era moderna) mi cuello empieza a sudar de inmediato, no obstante, me dirijo a la estación del microbús a paso relajado, Aun soy joven, me digo, y puedo tostarme un poco sin sufrir deshidratación. Me coloco los audífonos del mp3, me oculto tras un par de árboles para sacar un hiter de la bolsa, llevármelo a los labios y darme un jalón de lo más punk de los años 70, selecciono Gloria, la versión de Patti Smith, y pongo aleatorio de ahí al real. El aire se siente bien, mis músculos faciales se distienden y un comando armado que me acecha las 24 horas del día se toma una hora de descanso. Para cuando llego a la parada de microbuses, en la avenida, voy escuchando San Jorge y el dragón, de Botellita. Miro despectivamente esa pútrida lata con llantas, definitivamente, no subiré a marinarme junto a las demás sardinas. Sigo mi accidentado camino a pie, repleto de protuberancias, baches, gente, y con un infatigable Benito a cuestas. Por suerte, el aire también se excita y se vuelve más que generoso, es el licor que bebo a grandes cantidades. De pronto, me doy cuenta de que yo también debo obedecer las señales de tránsito, había creído que la acera era una especie de cinta sin fin aislada de los asuntos de fuera, pero no, se cruza con calles y esquinas peligrosas y ahí es donde me detengo. Llegado el momento de avanzar va terminando de oírse Bad obsession, Oh yeeah, me estimulo, la prueba ha dado inicio: Benito versus yo, ¿quién ganará? La distancia a recorrer son unos 6 y medio kilómetros, nada del otro mundo, mas tampoco se ve a mucha gente callejeando esas longitudes muy seguido. Los pocos transeúntes con que me topo son moradores cercanos que salieron a comprar paletas de hielo, lo sé porque no se les ve la cara remojada en transpiración y porque llevan bolsas con paletas en sus manos, Para invitar a toda la familia, supongo, o, tal vez sólo son para ellos. Salen en parejas o algunos sin compañía, alguien estará pensado en cómo carajo va a sacar la mancha que dejó en la alfombra de la habitación de la bebé la mascota de la prima de su esposa. Mientras este hombre se lo metía por detrás a su dueña, Chispita le dejaba una bonita sorpresa a la nena justo al pie del corral. Posiblemente, la chica de la minifalda no piense en nada por el momento, extasiada como está por las fustas de viento que le azotan los muslos, paliativo que le ayuda a sobrellevar el insufrible acoso de Benito mientras regresa a casa. Más adelante me encuentro con un puente peatonal, una estructura fría de 5 patas larguiruchas que casi nadie se toma la molestia de utilizar. Una vez arriba, unos metros más cerca de Benito, vuelvo a sacar el hiter y nos prendemos. No me quiero rendir, pero no veo la hora de llegar. Paso fuera de una nevería, Están haciendo su agosto en abril, hay mucha clientela, no importa, me detengo por un cono doble de limón, Valió la tardanza, apruebo al primer lengüetazo, Valió la misógina tardanza, y digo misógina porque odio a la enorme cantidad de zorras que se pasean con esos frescos vestidos de lino, quisiera tener valor y disfrazarme de loca por unos días para olvidarme de esta escocedura de huevos que me produce la mezclilla. Salgo. Desde hace pocos minutos avanzo más aprisa que al principio, cada 5 minutos pasa un microbús chirriante echándome sus humos en las narices. Sin apenas advertirlo ya estoy frente al hotel, una noche me hospedé en ese hotel, iba hasta el copete de whisky, vomité varias veces, y, al no conseguir una erección decente, me disculpé con mi compañera, quien dijo entenderlo. Hoy me sigo de largo, no hay nadie esperándome en la habitación 604 porque salí al OXXO por cervezas y aspirinas para curar mi resaca. Calculo que me encuentro a 2 kilómetros de la meta, pasa un transporte semivacío, las ventanas van abiertas y hay asientos de sobra, se detiene a mirarme, no el chofer, sino la nave misma, No, gracias, ya mero llego. Zoé se adueña de la banda sonora con The room, es uno de esos días en que las canciones se suceden del modo justo en el que las quieres oír.

La copa de un pino sobresale detrás de la pintarrajeada barda que cerca un terreno baldío envuelto de maleza, fango, ratas. Al fondo hay un pequeño cuarto con chimenea de ladrillos de tejar. El lugar ha permanecido así durante años largos, este debe ser el último reducto de Blanca Nieves, e imagino que lo siete enanos se emplean ahora como mini luchadores y no tendrán tiempo para atender el jardín. O es sólo que lo hacen para despistar, la bruja seguramente nunca la buscaría aquí, sino en lugares con mucho más glaomur: New York, Manchester, Praga, en las mejores mesas y tubos de medianoche. Adelante, me encuentro con otra encrucijada en mi camino abochornado, pero esta vez prefiero torear autos por la avenida que subir y después bajar los sofocantes escalones del puente. Salgo ileso. Atravieso un sucio parquecito, los papás juegan al futbol y al basquetbol con sus hijos sobre el mismo terreno, ya que ambas canchas están empalmadas una sobre la otra. Se confunden el manchón de penal con  la línea curva de tiro triple, y el arco y la canasta son un par de miembros de distintos cuerpos unidos a la fuerza en un tercer armazón. Lo que se juega allí me parece una combinación de beisbol y polo acuático. The Black Keys gritan en mis oídos Baby I’m howllin’ for you, y, a estas horas, mi estómago ruge también con fuerza. Apenas lo noto: ya hay sombras bajo las personas, la tierra se ha puesto en marcha otra vez. Cruzo de dos zancadas las vías del tren que igual funcionan como línea divisoria entre los sectores popular y residencial de una colonia estrambótica que alberga escoria por todos sus rincones.

Ya tengo la boca seca y la ropa embarrada al cuerpo, y, a pesar de poseer la mirada extraviada de un perdido en el desierto, me percato de las minifaldas cerca de mí y pienso, Quién tuviera lengua de cera para depilar esas piernas cada tercer día. Estoy cerca de casa, debería conocer al menos a algunos vecinos, saludarlos, decir Qué calor, ¿no le parece?, Uy, sí, y ya está bajando. Sin embargo, es porque me conocen que no se detienen a conversar, pues saben que hasta la plática más inocente corre el severo riesgo de devenir en golpes. Al fin llego, me encamino hacia el refrigerador y bebo dos cervezas que no son mías pero ahí están. Tuxedomoon, grupo de pocas palabras, entra en escena al llegar a mi cuarto y tumbarme sobre la cama.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.