Cultura

El frío le quemaba el cuello

Dos escarchados látigos de aire cruzaron su pecho en diagonal. Uno junto al otro, Emanuel los sintió en carne viva a pesar de que traía una playera delgada que usaba para dormir. Hacía mucho frío y ese par de lengüetazos de hielo le rebanó el sueño. Diagonal, diagonal, a esas líneas transversales precedería lo siguiente si estuviéramos frente a la barra de direcciones de un navegador: http:. Tales pensamientos se congestionaron en su cabeza y se biodegradaron en el aire en menos de un segundo, así piensa un programador, todo lo convierte al lenguaje de las máquinas, sus únicas amigas.

Su primera reacción fue buscar a tientas la cobija, pero de inmediato salió de su estupor y se percató de la dureza del suelo y de la vastedad y fragilidad de los sueños cuando se duerme a cielo abierto. Estaba en el techo del edificio D de la Unidad Habitacional Las Águilas. Allí, en el departamento 601, había vivido durante los últimos cinco años sin hacer el menor escándalo. Él no era un borracho, no acostumbraba dejar el alma en las banquetas ni el sueldo en las verijas de cuanta fulana se le pusiera enfrente, como decía su madre que hacía su padre. Así pues, era la primera vez que le ocurría algo semejante. Había subido la noche anterior con un tubo de galletas Marías y un termo de leche tibia. Pocas veces se atrevía a hacerlo, eso de cenar arriba, a pesar de que desde niño le gustó el sabor de una cena frugal en la azotea, pues temía que algún vecino subiera a tender su ropa, o a fumar marihuana, y lo viera allí, sentado en la orilla del edificio como un loco solitario mirando la oscuridad. Pensarían de él que era un narcotraficante, o un terrorista, o peor, un inadaptado. Para su fortuna nadie subió mientras permaneció tirado boca arriba. El termo estaba a un lado, la mitad de la leche derramada y la otra mitad helándose, las galletas en el piso, las levantó y se las echó a la bolsa al igual que el frasco y Aquí no ha pasado nada, se dijo.

Se sentía un poco mareado y tenía un insignificante malestar en la cabeza, sin duda, había sido un buen golpe el que se dio con esa condenada antena vieja que tenía figura de escorpión, la única en su tipo entre tantas pequeñas parabólicas de Sky o Dish, y, para colmo, pertenecía a Emanuel. Oteó los alrededores y miró los coches de los vecinos todavía aparcados en sus lugares, veía borroso, sería porque eran las tres de la madrugada, si tenía suerte todavía podía dormir un par de horas antes de tener que levantarse.

http, se repitió antes de bajar la escalera y conducirse hacia su departamento, sabía el significado de la expresión, pero, aun así, le dio otro: ”hay tantas tareas pendientes://www.paradormiragusto.com. Efectivamente, aquél madrazo lo hizo descansar con tanta profundidad que no llegaría a echarse como vaca en un establo. Repasaría una vez más, detalle a detalle, los puntos de su conferencia. Estaba bastante nervioso, él, un engrane perdido en el núcleo caliente de una enorme maquinaria más que malfunciona sin rumbo ni estabilidad en este perezoso y gran país, él se había hecho notar a fuerza de dedicación y ahora los jefes querían escucharlo. Querían saber qué ideas tenía, saber si podían exprimirlo un poco más y excusarse después subiendo su sueldo unos pesos y cambiando su silla y su cubículo por un sillón de piel y una oficinita. Pero qué tonterías, apenas lo habían invitado a dar una pequeña charla y él ya se imaginaba en el séptimo piso, allá donde todos tenían secretaria personal.

Su reloj se había quedado sin pila, le dio unos golpecitos pero la carátula siguió en blanco, era estúpido pensar que el corazón de un aparato electrónico pudiera revivir si se le brindaban primeros auxilios, y, sin embargo, no podía evitarlo, ya fuese la batería de su iPod, su laptop, su Kindle, o la televisión cuando se iba la luz, Emanuel se acercaba y le daba unas cuantas palmadas a la pantalla como si se tratara de un herido. No obstante el fallecimiento del horario y el minutero digitales, aún no amanecía y, a juzgar por las estrellas, tenía tiempo de sobra para espabilarse, echarse un regaderazo y ponerse su mejor traje. Entró y fue directo a la cocina a buscar un pocillo para poner agua a hervir, se le antojaba un buen café de olla, guardaba en la alacena una colección de tazas alusivas a las películas de Tin-Tan que compró en un viaje a Los Cabos a una mujer que presumía haber sido novia del cómico, rara vez las usaba, pues no quería desgastarlas, Jovita, la señora que le hacía la limpieza al departamento una vez a la semana por cien pesos, tenía prohibido lavarlas y sólo les pasaba un trapo para desempolvarlas. Sin embargo, se trataba de un día especial y quería beber su café humeante en una taza de su ídolo, la de El rey del barrio usaría.

Todo lo guardaba la señora Jovita en el mismo lado desde el primer día de su llegada, el orden era su mayor cualidad, Emanuel nunca había encontrado un calcetín fuera de su sitio gracias a la señora Jovita, que venía con el departamento como una característica opcional del sitio y él decidió activarla, al fin y al cabo, qué eran cien pesos, no tenía vicios, no tenía novia por el momento, sus padres, afortunadamente, tenían su propio dinero, así que podía darse ese lujo, incluso le hubiera pagado el doble, pero ella se veía contenta recibiendo un billete color salmón cada martes. Los cubiertos en el cajón de arriba, sacacorchos, abrelatas, pela papas, etcétera, en el de en medio, la vajilla en el último y más grande de los tres. Emanuel había puesto el agua a hervir y hallado la lata de café, el piloncillo y la canela sin prender un foco y sin demora, conocía de memoria la ubicación de cada clavo en la pared, era información básica que no ocupaba más de cien megabytes en su cerebro, pero ahora que estaba frente a sus tazas las veía imprecisas, las imágenes aparecían retorcidas, o acaso eran sus ojos, los cuales, repentinamente, se volvieron de huracán, deformando sus alrededores. El mareo pasó de inmediato, Emanuel prendió la luz de la cocina, pero en seguida deseó no haberlo hecho. Las condiciones de sus 12 tazas eran deplorables, o, mejor dicho, las del estampado, caras largas, letras ilegibles, la figura del pachuco estirada ridículamente como el cuerpo de un chicle. Maldijo con rabia a la otrora venerable anciana. Una punzada de dolor se generó en su cabeza, tomó un par de aspirinas antes de que creciera.

Cuando el café estuvo listo, sacó una de las tazas, ya se había dicho que utilizaría alguna y lo haría, punto. Luego de servirse fue a la sala a prender la televisión para ver el noticiero, averiguar la hora, cogió el control de donde siempre lo hacía, presionó el botón verde de Power, se escuchó la voz de un embaucador vendiendo sueños congelados y estériles, Aceptamos todas las tarjetas de crédito, llame ya, era la frase con que terminaba su perorata. Era natural que a la imagen antecediera el audio, sin embargo, un minuto expiró y la pantalla seguía a oscuras, no mostraba ni un ápice de pretender abrir el párpado, ni siquiera la silueta del comerciante podía distinguirse. Desdichado aparatejo de quinta, le recriminó enfadado su dueño, el día adquiría tintes cada vez menos luminosos. Dejó encendido el televisor por si, por pura casualidad, le volvía la vida y fue a su cuarto en busca del ordenador, la misma historia: ciego, se le escuchaba encender, pero la pantalla mantenía el telón cerrado, aunque lo reinició varias veces el resultado no variaba. Miró su iPhone, nada. Salió de la habitación derribando las cosas a su paso, igual que un torbellino voraz. No comprendía qué sucedía con sus electrodomésticos, por qué no funcionaban correctamente. Como un anzuelo clavándose en la suave boca del pez, volvió a sentir ese agudo dolor en la cabeza. Optó por refrescarla en la ducha, eso mejoraría su humor.

Efectivamente, al salir del baño con la bata puesta, se adivinaba de nuevo dueño de la situación. Fue a buscar su ropa, primero lo primero, Un calzón cómodo es el pilar de un buen día, le decía su madre al vestir al Emanuel de  6 años, y ahora, el Emanuel de 31 recordaba y seguía el consejo en fechas importantes, por lo que, sin pensarlo demasiado, abrió el empaque de una trusa nueva que esperaba estrenar en la fiesta de 15 años de su prima, Minerva. Fue al armario a sacar un pantalón, se había vuelto daltónico, todos le parecían negros, eligió uno al azar, se pondría una camisa blanca y asunto arreglado. Las camisas eran todas blancas, y él sabía que eso no era posible, debía haber en su guardarropa camisas de los colores más vivos, moradas, rojas, azules, verdes, amarillas, y sólo dos o tres blancas. No se explicaba cómo le sucedía aquello precisamente en un día crucial para su profesión. Debían ser los nervios, qué otra cosa, no estaba acostumbrado a que lo tomaran en cuenta, así de simple.

Se hizo dos huevos estrellados para desayunar, los consumió sin mucho ánimo, después, hizo a un lado el plato y se estiró para alcanzar el control remoto, tanteó la mesa hasta encontrarlo, su vista estaba ocupada en otro asunto. Cambió los canales hasta que la voz chillona de la periodista matutina por fin lo devolvió a la realidad por un instante. Son las 6.50 de esta heladísima mañana, hora de que vayamos con mi amigo Zerlyk Uziel para que nos diga qué nos deparan los astros. Al menos ya conocía la hora, el tiempo pasó volando y sólo le quedaban cuarenta minutos para salir, afuera ya se oían los coches ronronear por la avenida. Mientras para la mayoría se trataba de otra jornada desangelada que había que hacer avanzar sin detenerse a preguntar demasiado, para Emanuel era una oportunidad única. Un ligero aumento del 15 por ciento le cambiaría la vida, podría comprar su propio coche, un par de muebles nuevos, cambiar su equipo de cómputo. Estas expectativas le alzaron la frente de nuevo, se levantó a correr las cortinas para que entrara el nuevo amanecer, pero algo extraño pasaba con el mundo, o con la vida, o, quizás únicamente con sus ojos que no distinguían más que tenebrosidad a través de la ventana. Sus pupilas parecían haberse quedado rezagadas en la noche anterior. Escuchaba el trajín de la ciudad mas lo que presenciaba era vehículos estacionados, calles desiertas, luna llena. El virus en su cráneo contraatacó, ya no le dio importancia, en un arranque desesperado por averiguar qué sucedía, salió del departamento, escuchó un saludo al lado suyo, Buenos días, respondió a pesar de no ver a nadie, subió al techo, se sentó donde lo había hecho horas antes, la antena derribada por el aire, la tomó entre sus manos advirtiendo su pesadez y tratando de adivinar el daño que causaría un golpe con tremenda maraña de fierro. Entonces, lo comprendió. Auxilio, gritaba Emanuel desde el techo del edificio D de la Unidad Habitacional Las Águilas, No puedo ver. El frío le quemaba el cuello.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.