Cultura

El encuentro

Alatriste

Alatriste. Foto: perezreverte.com

El sonido de sus pasos resuena a lo largo de la solitaria y húmeda calle. Las botas levantan pequeñas gotas de los charcos del pavimento. Sus ojos azules fijos en su trayecto. Muestran la perseverancia de su carácter. Bajo su aguileña nariz un bigote poblado oculta su labio superior. Luce barba de tres días. Lo que hace que parezca presuroso. Su cabello rizado y oscuro cae sobre las orejas. El sombrero de ala ancha le cae ensombreciendo su mirada. Una mano en la empuñadura con cazoleta de su espada. La otra marcando el vaivén de sus pasos. Charcos acumulados en los arcenes de las calles empedradas. Está oscureciendo. Es el momento de la tarde que precede a la noche. Como si de un momento de respiro que precede al estertor final del día se tratase. Los sonidos de la ciudad ya se han ido apagando para dar paso a los sonidos de los personajes nocturnos. Prostitutas mostrando sus hombros descubiertos y sus rancias sonrisas a los transeúntes. Acercándose pícaramente a quienes pasan. Sus chulos mirando de soslayo desde la penumbra de algún portal observando los servicios de sus protegidas y reclamando su más gruesa parte del pastel. Personajes trapicheando su mercancía en los rincones oscuros mirando ávidamente a su alrededor.

Su mirada va de un lado a otro de la calle. Lo observa todo con disimulado interés. Busca en cada rincón miradas hostiles. Nadie parece molestarse por su presencia. Pero él sigue mostrando su cautela y temor a cada paso. Muestra cierto temor a la gente con la que se cruza por lo que va buscando las sombras y demora su paseo por las calles menos transitadas. La llovizna humedece su traje azul con la enorme cruz blanca al pecho. El penacho de plumas del sombrero pende tristemente sin un ápice de su perdido orgullo sobre su hombro izquierdo. Ya le queda menos para llegar a su destino. Un cruce, torcer a la izquierda y, de frente, vería el portal donde había sido concertada la reunión a la hora de las brujas.

Un gato cruzó su camino y se perdió en la oscuridad. La aparición felina le hizo sobresaltar y llevar instintivamente la mano derecha a la empuñadura de su espada. Las sombras parecían burlarse de él y eso era algo que no podía aguantar. Había reñido de la manera más vehemente por una estúpida burla hecha a destiempo. No tenía fama de tener buen humor, precisamente. Más bien al contrario. Más que hablar sentenciaba y, más que opinar, hería. Sin perder de vista los balcones y portales con los que cruzaba seguía caminando hacia la reunión. Tenía ganas de llegar, pues sólo allí se sentiría a gusto y tranquilo. No tendría que estar tan alerta al encontrarse entre amigos.

Al fin torció el último recodo y logró ver la puerta de gruesa madera del local elegido para esa noche. Sólo un obstáculo separaba a nuestro héroe de su destino. Había un grupo de gente bajo una farola y lo miraban con cara entre extrañada y divertida. Alguien dijo algo y una carcajada brotó de sus gargantas. Uno de ellos se adelantó hacia él y lo miró de arriba abajo. Escupió en el suelo y se giró caminando con grandes zancadas. Nuestro amigo no soltó en ningún momento la empuñadura de su espada pero sabía que no podía meterse en ninguna riña hasta que todo hubiera acabado. Tenía una cita y tenía que llegar a tiempo. Era un hombre de honor y éste no podía empañarlo por un bufón que pretendía hacer reír a una mujerzuela cualquiera, pensó. Ese pensamiento le alejó de sus ganas de dar su merecido a semejante mequetrefe. Por lo que continuó caminando hasta que llegó al portón de madera.

Antes de llamar, inspiró profundamente y se acomodó el traje. Comprobó su sombrero e intentó erguir la pluma que lo adornaba. Miró de soslayo a los cuatro que le habían salido al paso que se alejaban aún entre risas y bromas. Levantó un puño enguantado y golpeó pesadamente con su puño en la puerta. Nada. No ocurrió nada. Parecía no haber nadie. Hasta que alguien desde dentro gritó: ¡voy! Él se mantuvo impertérrito mientras la puerta se abría. El sonido del jolgorio inundó toda la calle y la luz le cegó momentáneamente los ojos. El portero lo miró de arriba abajo y se empezó a reír a carcajadas. Una mujer vino hasta la puerta y, tapándose la boca gritó: “Ahí va, se me olvidó decirle a Luís que la fiesta finalmente no era de disfraces” Los ojos de nuestro héroe se inyectaron en sangre y sólo pudo decir: “hijos de puta” Alguien que llevaba una copa en la mano, salió como una exhalación de la fiesta, y tomándolo del hombro lo introdujo a la fiesta. Al fin y al cabo, pensó nuestro héroe, más vale hacer el ridículo que no tener amigos.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.