Sociopolítica

Joder, joder, joder

Noto cómo el calor abraza cariñosamente mi cuerpo. Estoy, como cantaba el reo, tan a gustito metido en mi cama. Con el edredón nórdico subido hasta las orejas y mi mujer durmiendo al lado. Estoy soñando que nos mudamos de barrio y estamos viendo un piso céntrico que nos encanta cuyo precio es irrisorio, por lo que sé que es un sueño. Veo cómo decidimos que una de las cuatro habitaciones de la casa la convertimos en mi despacho con estanterías hasta el techo por todos lados. La mesa en el centro de la habitación y entre la mesa y la enorme ventana, que da a un hermoso jardín interior, pienso poner un sillón de orejas desde el que leer con luz natural. En esas estoy cuando un pitido, primero lejano y después más cercano e insistente, entra en mi sueño. Me arrebata la tranquilidad y me despoja del calor que siento. Joder. 

harto

Foto: callevirtual.blogspot.com.es/

Es el maldito despertador. Son las seis de la mañana y tengo que levantarme. Miro con envidia a mi mujer que arropa su cuerpo girando para continuar durmiendo una hora más. De modo que me levanto sigilosamente y voy a la cocina. Así, tras rascar mi cabeza y mis nalgas, por ese orden, me preparo el desayuno para después de dar buena cuenta de él, darme una ducha de campeonato. Me visto lo más abrigado posible porque en las noticias, el tipo que dice el tiempo (después de tirarse media hora diciendo el tiempo que ha hecho hoy, que ya lo hemos visto, sufrido y pasado, está cinco minutos diciendo lo que va a hacer mañana, que es lo que nos interesa), ha dicho que no vamos a pasar de dos grados centígrados. Joder. 

Salgo a la calle y el viento me da en la cara desperezándome repentinamente. El frío entra hasta lo más profundo de mi ser y maldigo en voz alta mientras me arrebujo apretando mi bufanda y tirando de mi gorro de lana para taparme las orejas. Pienso con envidia en lo calentita y a gusto que estará mi mujer en la cama. Ya habrá ido el niño a dormir junto a ella la última hora de la mañana, como suele hacer todos los días. Pensando en estas cosas, camino lo más rápido posible porque he perdido el autobús, una vez más, y de nuevo tengo que recorrer los 800 metros que separan mi casa de la parada de cercanías en un tiempo récord. Sorteo los charcos y la calle que da al parque porque ésta está más expuesta y llena de hielo y puedo resbalar y, esto sería lo que me faltaba. Acabar despatarrado en mitad de la calle por un resbalón inoportuno. Me acerco al tren y voy bajando las escaleras cuando empiezo a cruzarme con todo tipo de gente. Con lo bien que estaba yo solo. Joder. 

La sorpresa se abre paso entre el frío que siento y hace que no pueda pestañear. De hecho, no salgo de mi estupor viendo lo hortera que es la gente que me rodea. No sólo por la extraña mezcolanza de colores que usan en sus vestimentas tanto chicos como chicas. Sino porque puedes ver desde la típica mujer de doscientos diez kilos en canal que va embutida en unas mallas fucsias y cuya entrepierna parece la tripa de los cangrejos (si no lo creen, cuando vayan otra vez a la pescadería miren estos crustáceos y me lo cuentan),  hasta la chica que se pone unos pantalones cuya talla de pierna debe ser la 36 y de trasero la 54.

Debe haber algún cánon de belleza actual que yo me haya saltado porque me parece horrible, a la par que paleto y repulsivo.

No puedo entender que haya algún hombre al que le gusta semejante homenaje parcial a Botero y sus esculturas. Luego podemos ver a los chicos que vienen elegantísimos con su chándal de vestir y con la gorra puesta a media rosca. Los sellos y las esclavas abundan así como los pendientes de brillantes cuadrados en sus orejas y, eso sí, todos muy paletos y muy horteras, pero luciendo teléfonos móviles de última generación que usan para que todos escuchemos la música vomitiva que oyen y para usar las redes sociales o enviar whatsap con mil quinientas faltas de ortografía. Joder. 

Estoy boquiabierto mirando alrededor cuando escucho la entrada del tren en el andén. Se para y abre las puertas con un sonido silbante. Está “abarrotao”, como diría el dúo sacapuntas en el Un, Dos, Tres. Tras una lucha de tres minutos de reloj con dos señoras, un gigante eslavo y dos chicas que no dejaban de mesarse el pelo, consigo colarme entre un chico cuya mochila me clava en las lumbares mientras mira lascivamente a cuántas chicas hay en el vagón, y una señora que está hablando por el móvil a gritos, mirando fijamente a unos y otros asintiendo y sonriendo, como si quisiera hacer a todos partícipes de su conversación.

Saco mi libro y obvio todo cuanto sucede a mi alrededor porque todo cuanto veo me resulta indignante y repulsivo. Joder. 

Pensaba que no podía ser peor hasta que un hedor insoportable empieza a abrirse hueco entre la cantidad de perfúmenes de baratillo que embotan el olfato más insensible. Un maldito olor a cebolla no sé si procedente de la axila de la señora o de la del chaval de la mochila, y empieza a darme asco. Aunque podría ser de cualquiera de los que abarrotan el tren. Tan es así que dudo que en lugar de ser un tren de cercanías no sea uno de transporte porcino. Madre mía qué olor. La náusea se abre paso por mi estómago y tras tapar mi nariz y mi boca con la bufanda respiro mi propio olor corporal y mi aliento de Licor del Polo. No sé si así se soluciona el tema del olor, aunque lo que suceda  probablemente sea que al respirar monóxido de carbono, te da igual lo que ocurra a tu alrededor. Al llegar a Chamartín, antes de salir del tren, doy un fuerte empujón al chico de la mochila que se queda atrás diciendo no sé qué, salgo corriendo al andén que está al aire libre y lleno mis pulmones con el aire fresco de la mañana. Miro a un lado y otro y veo que otras diez o doce personas procedentes de distintos vagones hacen lo mismo que yo. Joder.

Salgo a la calle de nuevo y me pongo a caminar hacia el trabajo pensando en que España, visto lo visto, es un país de paletos, horteras y guarros que no se duchan.

La indignación con la gente es tal que voy enfadado con el mundo.

Voy mirando a la gente con que me cruzo y me asaltan pensamientos de impartir unas clases de clase y estilo por un módico precio.

Me pongo a tararear sin pensar la canción: “Caray” de Gabinete Caligari. Al llegar al trabajo me relajo porque, al menos aquí la gente es normal, y voy tranquilamente a fichar para después dejar la comida en la nevera del office donde comemos. Miro a mi alrededor con una sonrisa en los labios. De pronto, al mirar hacia la gente de otras gestorías que trabajan con nosotros, me doy cuenta que en este microcosmos se puede observar a las claras que efectivamente España es un país de paletos y horteras. Pero, para terminar de rematar la faena, me cruzo con una chica nueva de la oficina que no se debe lavar desde hace por lo menos dos años. Qué asco, por Dios, ni en el trabajo estamos libres de guarros, joder.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.