La política es un poliedro de caras muy distintas, un fenómeno donde entran a formar parte ingredientes diversos y hasta contrarios. Simplificando este fenómeno en dos polos distantes, puede decirse que es, conjuntamente, ideología y gestión. Esto es, pensar (o creer) y hacer; teoría y praxis. Leí hace tiempo (en el insospechado lugar de un prólogo a un libro de lingÁ¼ística de Chomsky) una definición de ideología que me parece insuperable: es «el conjunto funcional de creencias». Es «funcional» porque está abocada a ser llevada a la realidad social y humana. Se diferencia así de la mística, de la ocurrencia del visionario, incluso de la religión. Pero es «creencia»; no idea totalmente racional, lógica, científica. Nace de ese lugar profundo del hombre donde brotan las intuiciones, los sentimientos, las verdades incontestables y personales. Lo estudió certeramente Ortega y Gasset en su ensayo «Ideas y creencias»: las ideas nos sirven para comprender el mundo, para movernos por él, pero las creencias son el suelo que pisamos, el sentido en el que nos sustentamos, para no caer en el vacío. Pues si la política es, en su fundamento, ideología, también ha de ser gestión. Porque no actúa en la nada o el mundo de lo virtual, sino que tiene que servir a la sociedad y a cada uno de los hombres que la componen. Tiene que servir a sus necesidades, que en principio eran pocas y elementales (seguridad, protección de la vida y la propiedad), pero que, con el paso del tiempo, se van haciendo cada vez más numerosas y complejas.
La política supone, cada día más, una difícil e intrincada gestión; y el Estado, su instrumento fundamental, cada vez es una maquinaria más grande y complicada que atiende un mayor número de demandas y controla un mayor número de parámetros. Dicho en pocas palabras, la política en los países de democracia avanzada y economía desarrollada, como España, tiende a ser más gestión y hay una propensión a juzgar a los políticos en función de si son buenos o malos gestores.
¿Quiere esto decir que la ideología es un animal en trance de extinción, un enorme saurio que no podrá adaptarse al cambio evolutivo? ¿Quiere esto decir que tendremos, en un futuro cercano, una política sin ideología, pura gestión administrativa? Nada de eso. La ideología permanece; ante el avance de la pragmática gestión, parece querer defenderse y reacciona; cuando más mortecina parece, vuelve como el ave Fénix.
Un ejemplo son los nacionalismos en España. Cuando hay un modelo más acabado de organización territorial plasmado en una Constitución de legitimidad impecable, cuando estamos metidos en el Macro-Estado de la Unión Europea, que nos condiciona (y nos condicionará más en el futuro) la gestión de casi todo, comenzando por la economía, en ese preciso momento volvemos a oír conceptos tan ideológicos como: fronteras, soberanía, voluntad popular, derechos históricos… ¿Puede hablarse de soberanía de una región cuando se tiene en el bolsillo una moneda que es la misma que usan los alemanes y belgas, cuando se está, por ejemplo, subvencionando con los propios impuestos a la agricultura polaca? Parece un contrasentido, pero la realidad está ahí: lo ideológico siempre vuelve, con una persistencia inagotable; con un fuerte sentido de la reacción en los momentos de crisis.
Ahora bien: si bien no podemos olvidarnos de lo ideológico, porque es el elemento medular de lo político, no descuidemos la gestión, ante unos ciudadanos cada vez más exigentes, ante una sociedad con necesidades cada vez más sofisticadas. Sin gestión, si el humilde trabajo de la administración eficaz, los puentes se caen, las obras se hunden y las luces se apagan.