Miguel Ángel Perera y Manzanares salen a hombros de la goyesca
La goyesca empieza en la estación de Atocha. O en la de Santa Justa. O en el aeropuerto de El Prat. A Ronda, en tal día como ése, por todas partes se va.
El filósofo Víctor Gómez Pin, que no venía de Barcelona ni de París, sino de Vladivostok, me explicaba por la noche que él llegó a esa cita cuando no lo hacía casi nadie. Lleva cuarenta años acudiendo al capote de la goyesca. Quien entonces lo desplegaba era nada menos que Antonio Ordóñez. Su numen y su soplo estaban el sábado en la plaza.
Estación de Atocha, decía… El Altaria iba lleno de aficionados de relumbrón. En eso apareció Ana Peral, jefa de prensa de Perera y custodia de su traje goyesco, que no era de Armani, sino de Fermín, el sastre taurino de la calle Aduana. Lo había estado cosiendo hasta las diez de la noche del día anterior. Manzanares tampoco tenía el suyo. A las tres de la mañana aún estaban dándole los últimos hilvanes. Tenían que recogerlo a tan intempestiva hora las gentes de su cuadrilla, que venían en coche desde Palencia.
Imaginé a los dos toreros aguardando en el Reina Victoria con el alma en vilo, sentados en una silla de enea poco menos que en calzoncillos y encomendándose a los ángeles de Rilke, cuya sombra, como la de Ordóñez, también andaría por allí, para que los trajes llegaran a tiempo. Su súplica fue atendida.
Había otra sombra, que era ducha de agua fría, flotando en el aire festivo de la ciudad: la de Cayetano, embestido pocos días antes por una locomotora de seiscientos kilos en el paso honroso de Palencia. ¡Aúpa, torero! Ronda sin ti es menos Ronda.
Más sombras. Escribo estas líneas en la cripta del hotel San Gabriel, de cuyas paredes cuelgan fotografías de Ordóñez, de Orson Welles, de Hemingway… La Edad de Oro. ¿Está volviendo?
Lo que dio de sí la corrida, que no fue poco, ya está contado. Ronda es Ronda: pebetero, exquisitez, elitismo, buena educación, alta cultura y división de opiniones. Los toros no permiten el pensamiento único. Todos andábamos contentísimos, menos Gómez Pin, que echaba humo por las orejas. Sus críticas, inteligentes, caían en el vacío.
Ganado sin casta. No hubo picas, y si no hay picas, no hay quites. Piques, en cambio, sí. Fran no quería irse de vacío en su feudo y en presencia de su preciosa hija, y lidió el sobrero. ¡Y tan sobrero, porque sobró su oreja! No importa. Era un regalo. Estaba en su plaza y en su día. A Perera y a Manzanares, en cambio, nadie les regaló nada. Tres orejas para cada uno, merecidas. El pacense, que torea ya en los mismos terrenos donde lo hace Tomás, tuvo que inventarse a sus dos toros, ladrillo a ladrillo, pero lo hizo con la eficacia de un constructor de catedrales. Mérito largo, el suyo, como largo es su toreo. Ciclón Perera: pondrán su nombre a un huracán del Caribe. El alicantino tuvo suerte. Le tocó el mejor toro, pero con los dos de su lote enhebró pases de ensueño. Orson, Ernesto, Antonio y Corrochano lo aplaudían desde el cielo, porque están allí. Al infierno, en cambio, se irán de patitas los taurófobos que acaban de profanar la tumba de Julio Robles con pintadas de verdugos nazis. ¡Mala gente, dijo Machado, que va apestando la tierra!