He oído hablar de la sabiduría popular, de la filosofía que atesora el pueblo en sus dichos, del conocimiento que encierran la gente sencilla en sus expresiones… pero hasta la ocasión que relato no fui consciente de la verdad que hay tras estas expresiones.
Estaba yo en el cementerio, acompañando a un conocido en su último viaje. Acabada la ceremonia religiosa, unos cuantos amigos metían el ataúd en su morada definitiva y el sepulturero sellaba con yeso el nicho. Los que contemplábamos la escena permanecíamos mudos y atentos, pensando cada cual en el insondable misterio que supone la vida y su final. En estos momentos los más desconsoladores pensamientos asaltan la cabeza como las rapaces asaltan su presa. Fue entonces cuando una voz anónima (aunque volví la cabeza no pude localizar a su autor) dijo detrás de mí: tó pa ná. Lo dijo así, con esa economía de sílabas propia de esta tierra andaluza, con el deje inconfundible de la fonética meridional.
Tó (todo) es la vida, los afanes, las preocupaciones. Tó es la hipoteca que hay que pagar, las notas de los hijos, los problemas del trabajo, los gozos y las sombras de cualquier vida. Pues este tó es… pa ná. Todo acabará con el paso del tiempo; todo adquiere, así, un valor relativo y secundario. No vale la pena preocuparse por tó porque es pa ná.
La impresión profunda que me causaron estas palabras después se convirtió en reflexión serena. Se me ocurrió que este es un tema al que andan dando vueltas la filosofía, las religiones, la literatura de todos los tiempos, desde que el hombre es hombre, es decir, desde que es consciente de su finitud. Esto lo han dicho filósofos desde Séneca hasta Heidegger; lo repite en todos los tonos El Eclesiastés («vanidad de vanidades, y todo vanidad»); lo poetizan escritores como Jorge Manrique o Rodrigo Caro. Pero ninguno lo dice, como mi paisano anónimo del cementerio, con tanta gracia y (sobre todo) con tan pocas y comprimidas palabras.