Más que hablar aquí de cultura, deberíamos utilizar quizá el término civilización, pero no lo hacemos por estar convencidos de que no hay civilización que valga sin la crucial apoyatura de la cultura. ¿Y qué es, pues, eso que denominamos cultura? -nos podemos preguntar. La respuesta es bien fácil: cultura es la estructura arquitectónica fundamental que soporta el armazón del pensamiento colectivo. La cultura se encarga de regular todo aquello que es obra del ser humano en determinado momento histórico. Ni qué decir tiene que la cultura humana va cambiando, evolucionando, en estrecha dependencia de la cronología, de la ubicación espacial de los distintos grupos sociales que analicemos y de las coyunturas económicas, naturales o puramente sociales, por las que dicha sociedad esté atravesando.
La nuestra, nuestra cultura actual, es fruto de una larga evolución occidentalista y de una singular mezcla de herencias latentes que, aun sin armar demasiado alboroto, están ahí también forjando nuestros modos efectivos de pensar y creer.
Que la cultura es cambiante resulta obvio. No tenemos más que volver la vista atrás unos cuantos años; ni siquiera siglos. Viajemos a la España de 1980 y recordemos el panorama. Los que por esas fechas estábamos más o menos creciditos, sabemos que la España de los ochenta era una nación en proceso de cambio cultural. Se estaban derribando a toda prisa las paredes maestras de la casa común que nos acogía a todos. Conceptos intocables y generalmente reconocidos socialmente, estaban dando tumbos y ni siquiera hallaban un nicho digno donde morir tranquilos. La gente anhelaba otra estructura, otra caja donde hacer nido. La sociedad española cambiaba con las circunstancias, y los valores imperantes en esos momentos languidecían con suma rapidez. No vamos a negar aquí, por supuesto, que algunos de ellos duermen por fortuna el sueño eterno. Pero con éstos, con los menos deseables, marcharon también otros que fueron compañeros de viaje de los primeros y que hoy harían buena falta para reforzar los soportes frágiles de una sociedad en crisis; y no hablamos precisamente de la crisis económica, sino de la crisis de valores, infinitamente más grave y con peores secuelas a medio y largo plazo.
Que nadie se equivoque: no estamos reivindicando valores caducos que hacían desigual e injusta por innúmeras razones aquella sociedad de los setenta o los ochenta. Sólo pretendemos indicar que los valores de una cultura conforman el núcleo vital que alimenta y fortalece los pilares sobre los que se levanta y sustenta una civilización. Y la nuestra no es, ni mucho menos, excepcional.
Los valores, para que podamos entendernos llanamente, serían el tuétano de los huesos del esqueleto social. Como dijo el madrileño Enrique Jardiel Poncela en una entrevista, “hay valores, amigos míos, que no cotizan en bolsa”. Sin ellos, sin dicha sustancia, los bastidores orgánicos de la colectividad se debilitan, y enseguida comienzan a verse los síntomas del daño por el exterior de este enmarañado organismo en el que todos nos hallamos inmersos y en el que desarrollamos nuestra vida personal y privada como miembros activos de la colectividad.
Si peligroso resulta tontear con la salud, más lo es todavía no acudir a la gotera cuando ésta se produce. Hoy por hoy, y al margen de las coyunturas económicas que todos lamentamos, nuestra cultura occidental se halla enferma. En España, y en casi todos los países técnicamente desarrollados, se aprecian carencias morales que minan gravemente los pilares de esta civilización y quebrantan los cimientos sobre los que pretendemos construir la sociedad de nuestros hijos. Desengañémonos: a la juventud no le basta con el mundo virtual de Internet, ni con el aburguesamiento que sus padres y educadores les brindan sin apenas tener que aportar un esfuerzo de consecución. A nuestros jóvenes, y a los que ya no lo son tanto, les hacen falta ejemplos de los buenos; precisan ver en los mayores, en los que ahora se supone que gobernamos las riendas del conjunto social, un ejemplo generalizado de honestidad, de coherencia, una búsqueda de la satisfacción íntima. No basta con que nuestros hijos, o nuestros alumnos y educandos, vean que les suministramos bienestar material. Tan importante y vital resulta, si no más, la herencia cultural. Y ésta solamente merecerá la pena si la cargamos de valores en vez de vaciarla de contenido. Una comunidad que se conmueve y estremece bastante más por la muerte del escandaloso y poco edificante Michael Jackson que por el fallecimiento –apenas unos días antes- de Vicente Ferrer, filántropo ejemplar y hombre recto de sólidos principios, precisa de una urgente corrección.
Vicente Ferrer, un filántropo que hizo mucho bien a sus semejantes. Un buen ejemplo de actitud social
La clave para salir de esta situación radica en la reestructuración adecuada del pensamiento colectivo. ¿Qué ha sido de valores sociales tan dignos y positivos como la educación cívica, el lenguaje recatado y limpio, la amabilidad con el prójimo en la convivencia diaria, la palabra de honor –que era un cheque al portador para quien la recibía-; o dónde hallamos hoy el estímulo al esfuerzo y el incentivo natural para el logro del trabajo bien hecho? ¿Dónde se ha quedado el respeto por nuestros mayores, o el sentimiento filial que inclinaba a los hijos a velar indefectiblemente por el bienestar de sus progenitores en su ancianidad? ¿Por qué razón vemos con pasmosa normalidad el vandalismo urbano, las agresiones inmotivadas y la violencia gratuita? ¿Cómo no se pone coto, pero queriendo de verdad, a las muestras de contumaz incivilidad de algunos? Y sobre todo, ¿a qué fin tienen mitificados nuestros jóvenes –no todos, por fortuna- a ciertos elementos impresentables del ámbito mediático que no demuestran mérito distinto al de la encarnación de una estética de rebelde maldad o que, en el mejor de los casos, simbolizan la superficialidad nefasta y la simpleza más rotunda? Semejantes ídolos de barro, creados por el marketing insaciable, nacen de un irresponsable manejo de ciertos medios de comunicación y de la sed detestable de beneficio que ni siquiera disimulan algunas empresas de explotación social integradas en la vía del ultracapitalismo.
Lo dicho: el síntoma de la enfermedad social se muestra en la epidermis. Son los signos que denuncian un dañino mal, una dolencia que afecta a la infraestructura, a las entrañas invisibles de una sociedad en proceso de aniquilación. Quién sabe si todavía podemos remediar la situación y eliminar la carcoma de las vigas que sostienen el sistema. La cultura es una vasija que todos llenamos con nuestros actos y ejemplos. Seamos coherentes y dejemos para el mañana una comunidad humana libre, abierta, grande, en la que sea posible respirar los aires renovados de la paz social y del máximo respeto. Dejemos de ser tolerantes con la perversidad, con el mal gusto, y no demos pábulo ni tiempo mediático a tanta simpleza y chabacanería, a tanto mediocre como se exhibe sin pudor en escenarios o se parapeta detrás de micrófonos o pantallas. Sepamos valorar lo meritorio, lo singular, lo que de verdad cuesta trabajo y tiene mérito. Separemos, en una palabra, el grano de la paja. Olvidémonos de la superficialidad extrema, sustituyamos una hora de televisión diaria en nuestros hogares por una hora de selecta lectura; no permitamos, en fin, que la estulticia se haga poderosa y se nos coma por los pies.
Una sociedad débil y quebradiza es la consecuencia normal de una crisis de valores subyacente de hondas raíces. En nuestras manos está, sin duda, forjar un futuro mejor y más luminoso. Reforcemos la cultura a fuerza de resucitar esos valores positivos que tanta falta nos hacen, y eduquemos a los niños y jóvenes desde las atalayas del buen ejemplo, del trabajo honesto y de la racionalidad responsable. Si creemos que todavía es posible un mundo mejor, más justo y fraterno, pongámonos en movimiento. Que la noria dé vueltas con el tirón de cada uno. La cultura de un país se entreteje de valores. Según sean éstos, así será la cultura que conforme el pensamiento de la colectividad.
Hemos de sanear una sociedad enferma, y eso es labor de muchos. Todos tenemos un papel que jugar en el proceso. Nuestra civilización contemporánea no puede permitirse el lujo de sustentarse sobre una base deteriorada o maltrecha. Empecemos primero por mejorarnos a nosotros mismos, e influyamos luego en lo posible en el círculo donde nos movemos.
Concluyamos con una nota de humor que nos viene al pelo. La primera vez que acudí a una feria del libro –fue en Zaragoza, por cierto, hace de esto algunos lustros- se me acercó un lector para que le firmase uno de mis libros de cuentos. El buen hombre se llamaba Miguel, estaba mutilado de su pierna izquierda y llevaba colocada una notoria pata de palo, como se decía entonces, a modo de prótesis. Confieso que no pude evitar una mirada de soslayo hacia su miembro ausente mientras se acercaba a la caseta de la librería. Una vez le hube dedicado el libro, me preguntó con buen talante qué haría yo en su lugar si tuviera que ir por ahí con una pierna de madera. Yo le dije, sonriendo, que en su lugar vigilaría mucho la carcoma. Me miró con sorpresa y ambos reímos juntos ante mi rasgo de humorismo bienintencionado. Pues eso: vigilemos la carcoma, porque nos va en ello el equilibrio.
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