Un portazo te echó fuera del lugar reservado para los elegidos pero tú decidiste luchar por regresar, por no caer rendido a los pies de los leones del fracaso, por abandonar a los que te acompañaban en tu caminar y ascender a los cielos del éxito.
Un éxito revestido del oro fatuo de los inmisericordes, de los amigos de lo fácil, de lo superflúo, de lo inmediato, de los ajenos al concepto de solidaridad, defensores del yo y contrincantes del oxímoron de la gallina de los huevos de oro.
El oro que enajenó a los pueblos antiguos y con el que hoy se mercadea en todas las capitales de postín, el oro que mueve ambiciones y difumina afectos al son del mejor postor con el valor de cambio como único factor de decisión.
Decisiones que echan de menos la reflexión, una reliquia abandonada a su suerte por generaciones ignorantes que vendieron su alma a cambio de un puñado de migajas con fecha de caducidad de próximo cumplimiento al amparo de la ley del carpe diem.
Un carpe diem tergiversado en favor de un argumento falaz con raíces ocultas en la caverna iluminada por el caleidoscopio del bienestar personal, que no social, individual, que no global, en la búsqueda permanente de la propia mejora a costa de los demás.
Porque los demás no te importan, no son más que instrumentos que utilizar para edificar tus castillos en el aire y malversar tu vida desde la cima de la pirámide de la supina individualidad.