Al cantar y tocar el saxo alto también, se contoneaba de manera tal que era imposible imaginarla como la sobrina de alguien; pero fue por su tía Elma Hightower, profesora de música etiqueta negra en toda Los Angeles y mentora dominante de la chica, que la Vi agarró no sólo su voz como instrumento, sino también el saxo alto. La tía Elma la tenía cortita y no la dejó largar la música en todo el tiempo en que la tuvo bajo su mirada de águila. La sobrina floreció y se sostuvo en pie mientras cantaba con el Count, era amiga de la Sara Vaughan y se movía como si se repartiera para ti, para mí, para ti, para mí sobre el escenario.
Cómo no retroceder hasta el mítico 1968 y a Jean Les Pins, donde el Conde y su orquesta la cuidaron como a un brillante de su peso traducido a quilates, mientras ella se sacaba de encima los Stormy Monday Blues. Los bronces de atrás la envolvían como a un caramelo, con un arreglo infinitamente bueno e infinitamente firme de parte de la orquesta, que andaba con el Eddie Lockjaw Davis a cuestas amén de los otros quince músicos orgullo del Conde. En Francia, a la sobrina de la tía Elma le sirvió un montón haber nacido hija del baterista Alton Redd, co-fundador del Clef Club y que era un padre que no la jorobaba con eso de arregláte el pelo, sonreí, o paráte derecha, nena.
Si uno se fija bien, la sobrina tocó con el Fatha, con el Roach y con el Dizzy, mirá qué requetebueno. Todo bien, pero se le ocurrió hacerse maestra y largarlos a todos.
Terrible hueco en su carrera: nunca se le ocurrió grabar mucho. Habrá una decena de cosas de ella, bien fijadas a tornillo en los anales del jazz, claro que para más de cuarenta años de carrera es casi nada. No grabas, no existes fue y será la premisa para los jazzeros; pero el caso es que la Vi existe. Nunca va a dejar de existir. Lo de educadora y maestra hay que entenderlo: tal vez no le gusta que ningún chico se vaya a marzo.