A mi perra Canela, por tantos paseos compartidos
La avalancha de los anglicismos nos invade, también en el campo de la actividad física. Puenting, badminton, squuash, jogging, skipping, footing, aeróbic. Cosas antiguas con nombres nuevos. Hasta el sencillo ejercicio de mover el dedo sobre el mando del televisor tiene su nombre anglo: zapping. La terminación -ing es como un talismán que todo lo convierte en moderno, atractivo, brillante.
Me gustaría pasar a la historia -es un decir- por ser el inventor de un nuevo anglicismo. Se trata del dogging. Hacer dogging es pasear a (o con) un perro. No hay que saber mucho inglés para entenderlo. Todo el mundo ha comido algún hot dog en la hamburguesería. Se trata de un simple paseo, si es posible, que sea largo y sosegado. Es un ejercicio tranquilo y relajante. Tiene las ventajas de un paseo normal: se mueven las piernas, se trabaja el corazón, se oxigena la sangre. Pero además añade el aspecto sedante, humanizador que conlleva la compañía de un perro. Es una compañía casi humana. No es lo mismo que ir solo. Tampoco es ir acompañado de otra persona. El ser humano siempre nos inquieta, exige nuestra atención, irrumpe en nuestra intimidad. El perro está ahí, nos acompaña, pero guarda las distancias. Tiene la exquisita delicadeza de acompañar sin romper nunca el preciado tesoro (cada vez más raro) de la soledad y la intimidad.
Puede ser una buena solución para los ejecutivos estresados, para amas de casa histéricas, para alumnos víctimas de la LOGSE y usuarios del psicólogo, para trabajadores a full time. A todos traerá paz al alma y equilibrio al cuerpo.
Bastaría con que alguien importante (artista, futbolista, famoso de profesión desconocida) lo promocionase, para que se extienda como una nueva moda; para que le haga la competencia a los libros de autoayuda, a las terapias de grupo y al budismo zen. El día que esto ocurra, cosa que pasará inevitablemente, el invento ya tiene su nombre y su modesto autor.