“Yo sólo entiendo de huecos por llenar. Un lado vacío en la cama y un lado vacío en el sofá. Un solo cepillo de dientes en el cuarto de baño. Una sola butaca en el cine. Comida para uno. Clichés, sí, pero tan sólidos como un tumor”. Pág. 24.
“Doy un par de vueltas más y no consigo deshacerme de esa sensación, como un alcohólico dando un inocente y paranoico paseo por la sección de licores de un supermercado. Cupable y no culpable a la vez, lo mismo de siempre”. Pág. 29.
“Lo que echo de menos no tiene nada que ver con su pelo claro ni con sus ojos azules. A veces, la belleza es lo de menos. A veces, todo se reduce a que te cojan de la mano. Y, en fin, con eso basta”. Pág. 43.
“Son esas cosas tristes de siempre, te pones a conversar con alguien y acabas pensando en voz alta sin que a nadie le importe demasiado lo que piensas. Tan triste como hablar del tiempo. Incluso más”. Págs. 68-69.
“En este país, si no estás todo el día de cachondeo, no eres nadie”. Pág. 125.
Es curioso que varios de los libros que han caído en mis manos últimamente tengan una relación especial con la pérdida de la memoria. Será porque el Alzheimer se ha identificado cada vez más como enfermedad en expansión, aunque sólo sea por el alargamiento de la esperanza de vida en los países llamados de Occidente. En las páginas del libro que nos ocupa nos encontramos con una pérdida de memoria provocada por drogas que se usan de esta forma medicinal: para arrancar de cuajo aquello que queremos olvidar. Sin embargo, este consumo, en un hipotético futuro no muy lejano, de estupefacientes hechos para evitar el desgarro y el recuerdo doloroso, está también prohibido en la sociedad. Y con estas premisas el autor escribe una historia que trasciende lo homosexual, la relación sentimental o las referencias a un pasado de viejas canciones de Cristina Rosenvinge. Va más allá de lo concreto y lo anecdótico porque, ¿quién no tiene escondido en el baúl de los recuerdos una camiseta vieja y manchada que preferiría eliminar? ¿A quién no le duele algo lo suficiente como para querer que lo barran de nuestro cerebro? Habrá quien argumente que el dolor nos hace crecer, nos hace aprender, madurar y mejorar, con capacidad para enfrentarnos a las distintas edades de la vida. Pero es difícil no pensar que realmente ni se aprende ni se corrige, el dolor sólo es dolor y cuanto más lejos mucho mejor. Por no mencionar traumas que no consiguen superarse.
En fin, sobre este tema de discusión que haría las delicias de psicólogos e historiadores, se construye la historia de un chico que ha querido olvidar un amor que, a pesar de todo, ha dejado una pulsión dentro, un fogonazo que no se apaga por más cielos rasos y oscuros que se sucedan.
Nada menos. El autor ha utilizado un capítulo breve, apenas unas pinceladas para dejarnos libres después de insuflar en nosotros el veneno de las ganas de pensar y un problema sin solución, un nudo gordiano para amantes de las ciencias sociales. Todo ello mojado de gotas de humor, con cierta acidez y un velo de oscuridad que vuelve inquietante la lectura a pesar de la blancura del texto.
Uno de los grandes aciertos de Javier Quevedo es lanzarnos a la cara la verdad: la “laguna blanca” es esa grieta por la que el recuerdo, a pesar de todo, se cuela, como en la famosa Recuerda de Hitchcock o en otras historias de la Literatura y el cine. Y está ahí, a la vuelta de la esquina, capaz de rompernos el paraíso de bienestar que hemos creado sobre la mentira de negar lo que ocurrió.
Novela corta que se deja leer fácilmente, pero quizá no tanto comprender en todos sus recovecos. Engancha y no por los motivos al uso. Una apuesta acertada.