Apresúrense. Laos es, todavía, una joya, un tesoro, un secreto que va de boca en boca. No lo será por mucho tiempo. Los buitres de la transculturación, las multinacionales, la cementitis y la avaricia de los chinos lo sobrevuelan. Tiene los días contados.
Era ya así -un secreto, un tesoro, una joya- cuando en 1968 lo visité por primera vez, seguía siéndolo cuando treinta años después volví a recorrerlo y no había dejado de serlo hace cosa de tres meses, cuando realicé mi viejo sueño de descender el Mekong y establecerme durante unas cuantas semanas en Vientián para escribir un libro, o parte de él, y disfrutar de la vida.
Tres bocados a cala y cata dan de sí lo suficiente para hablar con relativa autoridad de lo que a mí me parece el mejor país del mundo. Han oído bien: el mejor. Como suena. Cuestión de gustos.
Empecemos por elegir la vía de acceso. Se me ocurren tres, aunque hay otras muchas, pues Laos está en el centro del jardín de senderos que se bifurcan y linda con medio mundo: Birmania, China (por los pelos), Vietnam, Tailandia y Camboya.
Es un país desmesuradamente alargado, parece un árbol de copa ancha y corre al hilo de uno de los cursos fluviales más hermosos de la tierra: el Mekong. Lo lógico es entrar por el sur, desde Camboya, o por el norte, desde el vértice tailandés del Triángulo de Oro, y subir o bajar a lo largo de la rive gauche de tan asombrosa y caudalosa autopista náutica. Eso permite verlo casi todo y no repetir casi nada.
La mayor parte de los viajeros, sin embargo, llega en avión a Vientián o a Luang Prabang, salva después por tierra o por aire la distancia existente entre esas dos ciudades y vuelve grupas con la miel en los labios. Eso puede hacerse en menos de una semana, pero no es lo más aconsejable. Mejor sería, ya que han llegado hasta allí, demorarse dos, como mínimo. Laos da para mucho y las prisas son incompatibles con la manera de vivir, de sentir y de pensar de sus habitantes.
Yo, en mi último viaje, salté de Chiang Mai a Chian Kong (en el nordeste de Tailandia), pernocté allí, crucé el Mekong, entré en Laos por el puerto de Huay Xai, descendí por el río a lomos de una barcaza descomunal, hice noche en la cochambrosa aldea de Pak Beng, rendí viaje en Luang Prabang, dibujé un bucle que me permitió dormir en Nong Khiaw y visitar sus portentosos alrededores, seguí, por tierra, hasta Phonsavan y su no menos portentosa Llanura de los Jarros, pasé por Van Vieng, me detuve en Vientián durante casi un mes para saborear sus delicias, como lo hizo Aníbal con las de Capua, y regresé a Tailandia por el puente tendido hasta Nong Khai.
Miren el mapa y entenderán lo que digo.
No bajé al sur. Ya lo había recorrido, de cabo a rabo, y casi a pie, en el 68, cuando la zona era una locura, un zafarrancho, una encrucijada de tiroteos -los de los círculos concéntricos de la guerra de Vietnam- en la que todos disparaban contra todos: los americanos, los rusos, los chinos, los vietcong, los del tío Ho, los del Pathet Laos, los del gobierno más o menos títere de Saigón y los espontáneos que pasaban por allí y se sumaban a la juerga. Durante quince días me alimenté, mayormente, de saltamontes a la parrilla con guarnición de arroz blanco. Fue una fiesta. Todo lo es en la juventud. Llegué, por fin, a la capital, en la que había seiscientos fumaderos de opio, decenas de periodistas (los que se inventaban la guerra de Vietnam), putas a puñados, baguettes recién salidas del horno, patatas fritas a la francesa, filet mignon a precio de chóped, aventureros de lujo o de todo a cien, mataharis, millonarios, películas recién estrenadas en París, ejemplares de Le Monde, livres de poche… El paraíso. Fui una mañana al mercado y me topé entre las coles con un cachorrillo de tigre que vendían a buen precio. Pero todo esto es otra historia que, en parte, ya está contada.
Olvidémonos del Sur. No cabe aquí. Limitémonos al Norte y al centro del país, que tampoco cabrán. Es lo clásico, lo imprescindible, lo que mandan los cánones.
Yo que ustedes, amigos, no me perdería el descenso del Mekong. Son dos días duros, pero sabrosos. La mejor manera de ir hincando el diente al país. Lleven provisiones, procuren pillar, a la desbandada, un puesto en el suelo de la proa, entre los zapatos y los macutos, porque los asientos son potros de tortura que convierten la rabadilla en albondiguilla, y no se olviden de los libros. Los necesitarán. El paisaje corta el resuello. ¿Calor? Pues sí, no voy a engañarles. Y no escuchen los cantos de sirena de quienes les propongan travesías en lancha rápida (son muy peligrosas, sobre todo en la estación seca) o pasajes de ensueño en barcazas de lujo, que son carísimas y aburridísimas. Tampoco presten oídos a los pícaros que en el muelle de Huay Xay intentarán venderles reservas de hotel con cena y desayuno incluidos para la etapa de Pak Beng. Siempre hay plazas disponibles. Tampoco permitan que los bribones del embarcadero de la susodicha localidad se hagan cargo del equipaje. Correrían el riesgo de quedarse sin él. La cuesta es de aúpa, pero así es la vida. El corazón y el bolsillo agradecerán su esfuerzo.
Sería cosa de abrir aquí un paréntesis para perder -es ganancia- un par de días, mejor tres, visitando desde Huay Xay las instalaciones del Proyecto Gibón, creadas para contemplar de cerca los movimientos de esos monos antropomorfos y rabones provistos de largos brazos. Se vive en austeras, pero confortables chozas plantadas a sobrecogedora altura en las horquillas de los árboles. El ecosistema es allí la deidad más venerada. Sacrilegio sería ultrajarlo. Tendrán que desplazarse sin pisar nunca el suelo de la selva y lo harán mediante arneses de escalador uncidos a la cintura que se deslizan a lo largo de sogas anudadas a los troncos. Al principio impresiona, pero el miedo pronto se vuelve rutina. Toda una experiencia: la de Tarzán y Chita, para decirlo de algún modo.
Volvamos al Mekong y a la barcaza. A media tarde del segundo día de navegación se avista Luang Prabang. Es el punto culminante del viaje, pero no de la aventura, porque lo que en mejores tiempos fuese augusta y franciscana (o búdica) sede de los reyes de Laos es ahora punto de encuentro de turistas procedentes de todos los lugares de la tierra y, en especial, de Francia, que fue metrópoli colonial hasta que en 1953 terminó aquella edad de oro y el país se convirtió en campo de Agramante donde dirimían sus cuitas a tiro limpio los capitalistas y los comunistas. Ganaron los últimos y allí siguen, pero no se nota. El comunismo laosiano es mojiganga. Con Buda no puede nadie.
Luang Prabang fue una maravilla y, en parte, pese a las muchedumbres que lo recorren y a las miserias de la masificación, lo sigue siendo. Insisto: dense prisa, porque los chinos, que son quienes mandan en la zona con las armas del dinero, han empezado ya a construir la monstruosa autopista de tropecientos carriles que unirá Pequín con Bangkok, romperá de un hachazo la cuasi virgen jungla laosiana y saltará por encima del Mekong precisamente a la altura de Luang Prabang. ¿Progreso? No. Desarrollo… El quinto jinete del Apocalipsis.
La ciudad es fantástica. No cabe aquí. Imposible sería resumirla. Hay quien dice -yo entre ellos- que es la más hermosa, la más agradable y la mejor conservada de todo el sudeste asiático. Surge sobre un espigón de tierra feracísima plantado entre dos ríos poderosos: el Mekong y el Nam Khan. Templos por todas partes, exquisita arquitectura colonial, mercados y mercadillos (el nocturno, que está como una patena, es de precepto), jardines, flores, incienso, campanas, cultura, artesanía, gastronomía, religión y devoción, desfiles matinales de monjes rapados y vestidos con túnicas azafranadas, santas mujeres que depositan arroz y otras vituallas en los cuencos que los bonzos les tienden, cursos de cocina y de espiritualidad, zumos, masajes de ensueño, café de intenso aroma, senderismo, ciclismo, paseos por la selva a lomos de elefantes, tribus, cuevas habitadas por cientos de estatuillas de Buda (las de Pak Ou, por ejemplo)… Pasen, vean, elijan y sueñen con volver a Luang Prabang o con no irse nunca de allí.
Otro paréntesis… Alquilen por cuatro cuartos un coche, vayan en él hasta la aldea de Nong Khiaw, paseen, contemplen el crepúsculo, hagan noche allí y trasládense al amanecer, en piragua o en lo que se tercie, al caserío ribereño de Muang Ngoi Nehua, donde el tiempo se ha detenido y las cosas están, casi, como estaban cuando salieron de las manos del Creador.
Y luego respiren hondo.
Olvídense del avión. Alquilen otro vehículo o sigan en el mismo hasta Phonsavan. El trayecto requerirá una jornada, pero a lo largo de ella atravesarán parajes de fantástica soledad e inconcebible hermosura. El enclave, en sí mismo, carece de interés, aunque es curioso por los restos de las armas de todo tipo que salpican el callejero y la arquitectura de lo que entre 1964 y 1973 fue epicentro de la guerra de Vietnam, campo de tiro, zona de terribles (y estúpidos) bombardeos y encrucijada de espionajes, pero desde él puede y debe visitarse la ya mencionada Llanura de los Jarros, llena aún de minas sin estallar. No se salgan de los senderos roturados. Es un lugar inquietante: cientos y cientos de enormes vasijas de piedra hincadas en la planicie y en las lomas de un paisaje que no se detiene ni siquiera en la raya del infinito. Tienen alrededor de dos mil años de antigÁ¼edad y nadie sabe a ciencia cierta cuál era su función ni cómo llegaron allí. ¿Urnas funerarias, sepulcros prehistóricos, almacenes de grano, vestigios de extraterrestres?
Dejen volar la fantasía y, con ella a cuestas, diríjanse hacia Vientián con parada y fonda, si es el caso, en Vang Vien, escarpado villorrio de alta montaña y río turbulento donde se dan cita todos los abusos del turismo mochilero, del hipismo de guardarropía y de los setenta y siete pecados capitales. La visita merece la pena, más por afán sociológico que por búsqueda de placer, pero ándense con tiento. Los tunantes abundan, y los falsos policías, también. ¿Saben lo que es el tubing? Pues allí podrán practicarlo. Valor, remojón y suerte.
Y ya hemos llegado a Vientián, mi ciudad favorita, pero no dispongo ni de quince líneas para convencerles de que no existe en el mundo, como dije, otra mejor para vivir.
Para vivir, subrayo, porque no hay en ella muchas cosas que ver, aunque alguna, por supuesto, haya: la stupa dorada de Pha That Luang, en cuyo interior creen los devotos que reposa un fragmento del esternón de Buda, el curioso templo de Si Saket y el absurdo arco de triunfo de Patuxai. Pero Vientián no es un muestrario de monumentos, costumbres, artes, oficios y leyendas, como lo es Luang Prabang, sino un estilo de vida, un remanso de paz y dolce far niente, un crisol de quietud y silencio (relativos en las horas punta), de mercados y tenderetes, de paseos por la orilla del río, de chicas guapas, de chicos amistosos, de travestis que no son lo que parecen ni parecen lo que son, de masajistas honestas, de hoteles con encanto y de restaurantes -franceses, japoneses, tailandeses, italianos, chinos, indios, vietnamitas y, por supuesto, laosianos- que excitan el apetito y lo sacian con sabiduría, delicadeza y elegancia difíciles de encontrar en otras partes. ¿Legado francés? Seguramente, pero con una diferencia sustancial: la de los precios. En Laos todo cuesta poco y vale mucho. Si yo fuese allí ministro de Turismo, escogería ese eslogan para atraer a los forasteros.
Forzoso punto final. Y penoso, porque nada he podido decir acerca de la ruta del sur, más larga aún que la del norte, ni del archipiélago de Cuatro Mil islas (Si Phan D naciónon) que la remata, donde abundan las luciérnagas, los mosquitos, las palmeras, los delfines, los búfalos acuáticos, los botes de popa larga, los niños que chapotean, los pescadores de sombrero cónico y las mujeres que lavan la ropa, la secan al sol, hilan, cosen y gobiernan las casas y las cosas. Otro paraíso.
Y, además, en las provincias septentrionales, de muy difícil acceso, el laberinto de las irreductibles minorías étnicas (los mong, los akha, los lolo, los thai lu, los thai deu…), de los bosques vírgenes, de los cultivos de adormidera, de las extrañas minas, de las cumbres que despuntan entre jirones de niebla, de los contrabandistas y los buscavidas, de los soldados que no depusieron las armas al terminar la guerra y del millón de elefantes, hoy venidos a menos, que en otros tiempos dio nombre, símbolo, mitología y leyenda al reino que aún no era nación.
Laos: un secreto, una joya, un tesoro, el mejor país del mundo… Palabra. No lo profanen.