Sugar Hill es un nombre lindo. Harlem, New York, es otro. El primero era un barrio donde vivían los negros con plata. El segundo es un distrito grande y representa lo negro de esa metrópoli esquizofrénica. Al uno, que está dentro del otro, se llegaba en el A Train, ese hilo plateado serpenteante, bien encajado en las profundidades del sistema que el neoyorkino promedio llama Metro.
A Sugar Hill, Harlem, se iba para entrar en la casa del Edward K. y escucharlo tocar con su orquesta esa pieza famosa del Billy Strayhorn, Take the A Train, que sonaba como un imperativo imposible de eludir, aunque no es que alguien quisiera hacerlo.
¿Han escuchado alguna vez a la Ella F. cantar esa canción? Hacía scat e improvisaba un solo e imitaba a los bronces que la acompañaban. ¿Habría quien pudiera distinguir entre un agudo de trompeta y los de esa mujer de la voz infinita? Ni ahí.
Tal vez la imitación de la trompeta era perceptible pero, como lo que se escucha a veces no se ve, lo que en realidad sucedía era que había seis trompetas y cada una sonaba en un solo cortito, como de aderezo, comenzando por Clark Terry. Le seguía Shorty Baker; después venía Willie Cook; luego, Cat Anderson, el Dizzy y Ray Nance. La Ella elegía a quien suplantar con sus cuerdas vocales, divirtiéndose como cría cuando la gente creía que estaba escuchando al Cat o al Ray.
Fíjese, había que contar “uno, dos, tres, cuatro” cuatro veces para escuchar el cambio de trompeta en los solos. Sólo así uno podía darse cuenta si entraba el Dizzy o entraba la Ella. Al final, era todo un lujo asiático el shout chorus de los seis tíos soplando como Eolo, mientras doña Ella hacía cambios ligeritos alrededor de la melodía y le estampaba ese sello suyo, más original que el día de la creación.
En otra versión de Take the A Train, la del Duke y su orquesta con Oscar Peterson como solista en el piano, el tío Opie comenzaba un solo chiquito, al que se le pegaban el bajo y la batería. A ver quién es el músico que va y nos cuenta si tocan en medida de 3 o de 4.
Si uno contaba “uno, dos, tres” una y otra vez para ver si encajaban en tres y “uno, dos, tres, cuatro” para ver si encajaban en cuatro, perdía el tiempo: ni bien uno pensaba que la tenía clara venía otro cambio súbito como la muerte, dejándonos a punto de tirar la toalla, pero igual uno se aguantaba a pie firme y no la tiraba. Un día tendría que darse el saber cuándo entraban tres y cuándo cuatro. Ese día fue de felicidad plena a pesar de que el A Train, un ícono más que un tren, ya no costaba ¢5.