Algunos antropólogos han aventurado que la naturaleza del chamanismo corresponde a ancestrales anhelos del hombre que añora su pasado vinculado a animales y árboles que luego transforma en totéms.
El chamanismo es una práctica esotérica originaria del círculo polar ártico, sobre todo de Siberia. Allí constituye el centro de la actividad religiosa en donde la ayuda del chamán es vital para asegurar el orden en la vida de la comunidad. Su actividad como ‘sanador’ arranca de una enfermedad, acompañada de fenómenos paranormales, de la que no se curará hasta que no acepte su vocación al servicio de las gentes. En vano diagnosticarán los médicos modernos que se trata de la histeria ártica, no se es chamán por estar enfermo sino por haber superado durísimas pruebas iniciáticas.
La palabra chamán (saman) deriva del pueblo siberiano Tungús y, gracias a los rusos, llegó al lenguaje científico europeo. Se ha extendido por otros pueblos del círculo polar ártico, desde los lapones hasta los inuit, desde Groenlandia hasta Alaska. En el Tíbet, es muy fuerte la tradición chamánica que subsiste a pesar del budismo que llegó hace mil quinientos años. Desde esa franja circumpolar, el chamanismo se ha extendido entre los indios de las praderas de Norteamérica y, más hacia el sur, encontramos formidables tradiciones entre pueblos indios de Centroamérica y de Colombia, como los quimbayas. Gran parte del tesoro de este pueblo fue donado a España y se encuentra en el museo de América. Allí pueden contemplarse joyas de oro que representan los vuelos chamánicos y que sólo se desenterraban para bailar con ellas al sol que les daba vida, porque el oro es como el semen de la tierra. Los codiciosos e ignorantes conquistadores españoles no entendían por qué los indios no comerciaban con el oro ni se adornaban con él sino en el curso de ‘demoníacas’ celebraciones “con figuras en forma de murciélagos”, que es como interpretaban el extático vuelo chamánico.
Como quiera que también se encuentran instituciones similares en la Tierra del Fuego y entre aborígenes australianos, algunos antropólogos han aventurado que su naturaleza corresponde a ancestrales anhelos del hombre que añora su pasado vinculado a animales y árboles que luego transforma en totéms.
Pero no hay que confundir su actividad con la de los magos, hechiceros, o adivinos aunque tengan rasgos comunes, como común es el sustrato humano que soporta todo el andamiaje.
Todos los poderes del chamán dependen de sus experiencias iniciáticas. Las pruebas soportadas durante su iniciación, el conocimiento del dolor y la precariedad del espíritu humano, su muerte ritual, el descenso a los infiernos y su resurrección después de haber experimentado el viaje al cielo, hacen de él un auxiliar imprescindible para conservar las raíces de una etnia determinada representadas por sus tótems y conservada gracias al respeto de los tabúes. Por eso, el chamán sólo puede actuar eficazmente con los miembros de su clan. Se llega a chamán por vocación espontánea, por transmisión hereditaria de la profesión y, más raramente, por decisión personal.
Un chamán no es reconocido como tal sino después de haber recibido una doble instrucción: de orden extático (sueños, visiones, trances) y de orden tradicional (técnicas chamánicas, mitología y genealogía del clan, lenguaje secreto). De esta iniciación se encargan los espíritus y los viejos maestros chamanes.
El futuro chamán se singulariza por su comportamiento extraño: se vuelve soñador, busca la soledad, vaga por bosques y parajes desiertos, tiene visiones, canta durante el sueño, etc. Es el período de “incubación”. La llamada “locura” de los futuros chamanes, su caos psíquico, significa que el hombre profano está en trance de “disolverse” y que está maduro para adquirir una nueva personalidad. A veces, dejan de respirar y algunos han estado a punto de ser enterrados. Cuando el neófito yace inconsciente en la tienda o en la yurta, la familia llama a un reconocido chamán que actuará como instructor que le imparte enseñanza esotérica, muchas veces estando ambos en trance. Es la conocida relación entre maestro y discípulo que se lleva a cabo en secreto, casi sin palabras, “de mi corazón a tu corazón” (‘I shin den shin’, dicen los textos Zen). Y nadie lo toma a broma. A veces, todo se consuma con una ceremonia pública de ascender a lo alto de uno o de nueve abedules en los que practica incisiones que certifican su ascensión a los nueve cielos.
J. C. Gª Fajardo