Del libro LAS ZONAS DEL CARACTER
Ellas no eran lánguidas, ‘mosquitas muertas’.
Eran duras como las nueces y las avellanas
aunque tuviesen la rosadez de un salmón,
rayos de transparencias de las resolanas.
Ellas eran hacendosas, a veces pequeñas
como las hormiguitas, a veces frágiles
como alas de mariposas, pero, en lo profundo,
tenían misterios de matamorfosis,
mediaciones simbólicas. Mucha alma.
Contactos con el misterio,
aunque todo lo lamieran de gusanos,
o de un grano de carbón de piedra,
o un pedruzquillo del azúcar.
Tenían antenas, o eran como formícidos,
insectillos sociales. Fueron quintaesencia
del Cretáceo, ángeles en apoyo de colonias,
lo más dulce al quehacer productivo
de la vida y el control biológico
de los cielos de abajo:
eran vírgenes de la Tierra.
Ellas podían ser el fuego, hay hormigas así,
ardientes, invasoras, que entran en conflicto
con el macho que las quiere pisadas
como si fueran la formica, o el linóleo
para sus propias plantas.
Entonces, son incendiarias.
Pero esta vírgenes, con el nombre del himen
dulces / o salobres / a las lenguas, van alborotadas
a sus ocultas grutas, vuelan, tienen sus propias alas,
se las sacuden cuando ya no les sirven
y nunca son lánguidas, pazguatas, pendejunas.
Hay vírgenes, sin embargo, que son avispas hembras
y son muy grandullonas y aterciopeladas.
Esas son meras termitas, aunque sean vírgenes,
pero son las de hoy, hembras sin alas.
En vez de ser omnívoras, comen vergas
y ni siquiera las degluten, lamen escrotos,
gritan mensadas, se sienten hasta piscianas,
dignas del mar de maravillas
y de falsos Acuarios, no quieren regresar a Gea
y su paradigma cultural es tener un Pitón
más grande que el del macho
y no dar un tajo, ni en defensa propia.
Ya no quieren ni tener antenas en codo,
como sus viejas hermanas. Con oírse a ellas mismas
les basta, con verse engrandecidas;
ya no quieren ni el tórax ni el abdomen,
sólo las cinturitas para el vestido
majuno y entallado; su Christian Dior de artificio
más que feromonas. A su ombliguito le llaman el peciolo
de moda, el torso tiene que ser de X medida,
perfecto, como se lee en la revista ‘Cosmopolitan’.
Las mandíbulas la quieren como raquítico emsamblaje.
Quieren ser lánguidas, fantasmales como si el exoesqueleto
pesara y los dejaran, en algún gavetero.
No. Ellas no anhelan el trabajo, sólo al buen proveedor,
o, aunque no las mantega, un macho
que le coma las nalgas y le haga citas
en discoteques, joyerías, cinemas.
Ellas no quieren más la madre que le diga:
«Toma la plancha. Vé y lávame esta ropa.
Ayúdame en la cocina. Carga ese grano
de azúcar, este pedacito de semilla».
No. Ya no cultivan jardines.
Compran flores de plástico, ya no diseñan nada.
Ya ni componen ni descomponen algo.
Antes hilvanaban el cosmos con sus hilos y sí,
sí sabían pelear y tender trampas de seda
y comerse al enemigo con dulzura, enredándolo en una telaraña.
Ahora hay que defenderlas, cada vez son más pendejas,
engreídas, creen que saben y no saben nada.
Las violan en medio de un hilo dental.
Las vulvas se las miran a distancia, les sacan
los clítoris, con todos sus aromas, y ellas se van
recontentas, triunfadoras, creyendo que danzaban.
Le basta que les digan: «Son lindas, deseadas,
me gustan, muñequitas, aunque virtudes no se detecten
en antenas, no se transmitan a sus almas.
Pero aquellas, las primeras, vírgenes fuertes,
las de dos mandíbulas, aquellas sí
que transportaban alimentos y sabían construir
nidos para defenderse, tenían bolsillos
para cuidarse, cámaras intrabucales
para guardar su pan, para amparar su honra.
Y su mundo, como hoy, estuvo llenos
de macharranes asqueros.
No es nada nuevo.
La de antes, las por mí queridas, sobre todo,
compartían, querían sus hijos, los celaba de perjuicio
en el cochino, tribal, puto mundo, y les pasaban amor
a otras hormigas, o larvas solidarias.
Tenían, sabe dios si seis patas ancladas,
para pisar en firme, no irse con el volátil peso
ante las saturnalias
y la tristeza de los días del Tiempo.
Tenían su garra ganchuda para escalar infinitos
o trepar superficies, como esas zonas rosas
en que las matan, las persiguen, las atemorizan.
Querían machos alados e iban con alas
a los vuelos nupciales y no eran lánguidas, no.
Nunca fueron vírgenes lánguidas.
Ojos poderosos, grandes, le sobraban.
Las llamaban Energía, las fuertes, viripotentes.
Con sus ojos sabían de coqueteo,
no de entregas sumisas
y eran dueñas de sí y de lo externo.
Tenían panales, albergues, agujeros
túneles bajo tierra, y salían a la luz.
Se mostraban sin bulimia ni tan mánicas;
el viento nos la barría contra los lodazales.
Ellas, sí, fueron vírgenes,
gozosas, seguras, orgullosas, del Trabajo.
17-12-1976