Hay actualmente, o más bien dicho continúa estragándonos, un germen febril (: diferenciarse), merodea por entre nuestras sociedades: la individualidad generalizada-contradictoria de marras, “vocecilla” genuina (y chillona) por todos alabada. Ahí radica el error por principio: pre-ocuparse por superar –por decirlo a guisa de un esquema paradigmático y concreto, eufemístico– a los otros, no hace gran cosa por uno y más bien, o a lo menos, les robustece a ellos. Amplía así sus horizontes en detrimento de los propios (es que somos poca cosa al adularlos, pues engreírlos = dotarles de protagonismo en nuestras vidas).
Quien otorga mucha presencia a esos otros a la hora (cuchicuchesca) de poner en marcha y ejecutar sus pensamientos –trocarlos actos–, o sea en gran parte de lo que se dice vigilia, les acomoda dentro de esa industria del terror y proporciona un cariz toral de autoridades no solicitado por ellos; se los cotiza, y por lo mismo se les violenta, si bien solamente a su favor –amén, obviamente, de incrementar la neurosis y disminuir el rendimiento de uno: ruido mental.
Esto quiere decir que uno empata su ineficacia poyética –en su carácter primitivo de creación; en este caso ingeniería averiada, cuando la creatividad formatea el tamiz de toda innovación, según las lenguas– con la de esos otros.
Si lo desconocido es eso que se buscaba, de ahí en adelante habrá que aspirar (y consta aquí el énfasis en el perfil ineluctable de la empresa: su tener que) a formarse muy sumisos en la fila del corral, así como que recolectar las migajas babeadas por el “odio” colectivo (conjunto ya por sí mismo denostado, a falta de argumentos satisfactorios para una disección heurística y en forma).
La extra-ordinariez, cual postura y dispensando el vocablo, deviene asimismo y por esa justa demanda en obediencia, aceptación de la incapacidad para incursionar en los pantanos del ID: la mismidad, id-entificación de la 1ª persona: interiorización. Con lo anterior se quiere decir que, si el solo móvil de los actos es contrastarlos con los ajenos, se homenajea entonces a los otros cuales domadores: el enemigo, por usar un término medieval aunque de sobra vigente en nuestra mentalidad, ha vencido e impuesto su terror. ¿Adónde fue a parar el susodicho prohombre que se las daba de ser muy-pero-muy original? ¿Cuál ethos; qué clase de CARÁCTER podrá denominarse a esa cochinada?
Dar cuenta de la propia persona como “disidente” se traduce en este contexto, ya transformado el “adjetivo” en léxico peyorativo, en responder a las (…muy previsibles) expectativas del otro que nos tendió una trampa (¿el sino-lugar-común en que casi sin excepción todos caemos?); en algo así como ser arrastrado por el tropel squared-cuadrado hacia las anchuras del foro tragi-cómico que devino el colectivo (hoy x hoy patychapoyesco); en decidirse, ya en puesta escénica, a recitar de berridos –Disculpen ustedes, todo esto ha sido un gran malentendido: no soy yo Edipo. Por favor no me arranquen los ojos.
En una frase curiosísima y bastante esclarecedora de nuestro asunto, Fernando Pessoa comentó que el hombre verdaderamente “superior” (afectado el portugués por la ideología del superman–Á¼bermensch nietzscheano; se anota aquí a modo reticente para con tan desafortunada dicción y concediendo que se refería con “ello” al individuo auténtico que forja su destino) no conoce de los otros: Á‰l es el otro de sí mismo (…) Todo el hombre que hay soy Yo. Toda la sociedad está dentro de mí (…) El resto [el/lo otro o lo ajeno] (…) todo eso no es sino paisaje… Con lo cual hace alusión a nuestro complejo postcolonial (imperante inclusive entre pueblos vencedores y hegemónicos: Euro-ombligo terráqueo, nuevo modelo ptoloméico-aristotélico y bastante amañando en favor de minorías), a esa costumbrita agringada de mirar con el ojo resentido y de soslayo a lo que no se empareja o subordina al flujo principal (Michel Maffesoli lo llama: la ‘macdonalización del mundo’ o neotribalismo).
Por tanto, quien posiciona a los demás como su punto de fuga o marco de referencia de cara a sus personalísimos propósitos y acciones, logra a los sumo envilecerse, reducir las ambiciones de su triste expedición –dentro de la personalidad o de apenas la crisálida de una en absoluto– a cesto de basura: lo a-la-mano heideggeriano en su total precariedad y deshumanización.
Una normatividad o juicio a proceder en el ámbito social se manifiesta: desaprender el proceso de sometimiento ante la exteriorización, de sacrificar la percepción en pos de posturas impostadas-copionas; lo que a su vez no invita de ninguna manera a adoptar una actitud sediciosa o transgresora y anterior a la eticidad: principio irreductible de la sociabilidad. Y muy ulterior a ello, lo aquí expuesto exhorta a una “emergencia” –entendida como lucidez y autonomía en la conciencia, y ante todo como su factor sorpresa: su impredecibilidad–, a una urgente descolonización “mental” (E. Dussell) antiedípica y gozosa (Deleuze-Guattari) en toda escala de lo meramente humano, así como a despertar a un cuidado “personal” y efectivamente activo sin más: posterior a la rapiña ingente de los otros –lo importante radica en emprender el pensar por uno mismo.