Al Melvin las mujeres le duraban diez años, uno más uno menos. La primera vez que cantó en el restaurante Blackhawk de Chicago, todavía se apellidaba Torma. El hombre fue un genio de la madre, cantaba con orquestas desde los cuatro años, tocó en la banda de Chico Marx y sacó a cenar a la Marilyn. También era piloto aéreo. Su infancia no fue menesterosa, pero tampoco dejó de trabajar.
Algo más: se ganó el mote de The Velvet Fog por su voz que acariciaba a la vez que envolvía pero, como a él no le gustaba, Mel Tormé decía que tenía voz de velvet frog. Tamaño cumplido para todos los batracios, en todo caso. Debajo de esa carita de yo no fui, se escondía un hombre que sedujo a cuatro mujeres, llevándolas al altar de una en una, cada que cambiaba la década. Las mujeres, con él, siempre andaban al borde del matrimonio.
Vamos al jamón del sandwich: Mel Tormé tuvo la voz más hermosa que se podía permitir un hombre, y la combinó con un registro impoluto. Cuando improvisaba, avergonzaba a los mejores cantantes de scat, salvo dos o tres.
Con el arribo del rock ‘n roll, que a él le parecía bosta de tres acordes, el éxito comercial comenzó a eludirlo. Cantaba arreglos mediocres en clubs que no veían la luz y se desgastaba poco a poco. Igual en el sesenta y dos, su hit Coming Home, Baby le mereció que Ethel Waters dijera: “Tormé es el único blanco que canta con alma de negro”.
Desde los setenta, su carrera volvió a elevarse y, con ella, un nuevo mote le alcanzó: Blue Fox. El zorro azul cantó como un dios hasta el ’99, con la garganta desnuda. Su azul se mezclaba con las nubes.