No sabemos bien si la cultura española pasa por buenos o malos tiempos, pero se nos antoja que no andamos por senderos rectos ni demasiado seguros. En Aragón, por ejemplo, se viene insistiendo -desde hace décadas, por cierto- en la conveniencia de que el sentir cultural aragonés se enderece un poco a base de recuperar antiguas tradiciones populares festivas, con lo que se pretende unificar el espíritu de las buenas gentes en torno a fechas representativas del calendario. Así se potencia, creemos que de forma un tanto artificiosa, la participación del personal en actos y celebraciones de sabor y esencia aragoneses.
No nos parece mal esto, qué va. Lo que parece peligroso, y mucho, es la tendencia a pensar que con eso basta. Porque si no hacemos que el trabajo diario por la consecución de una cultura viva, profunda y con raíces tenga el vigor preciso, el fruto que obtendremos será pobre, incapaz de sostener el peso de cualquier futuro proyecto serio. Tendremos, en resumidas cuentas, una cultura hueca, populista y falseada por su misma impostura e ineficacia.
Nos haría falta que la cultura, en sus diferentes facetas y manifestaciones, se presentase al receptor de manera elegante y atractiva. Reconozco que una inmensa mayoría prefiere irse a tapear marisco con los amigos antes que asistir -pongamos por caso- a la disertación de un sesudo conferenciante que hable horita y media cumplida acerca de los nutrientes de crustáceos y moluscos.
Y a propósito del ejemplo, me viene a la memoria ese delicioso ensayo del ínclito Dámaso Alonso[1], maestro de maestros, en el que, recordando con cariño las jornadas vividas por él y sus compañeros del grupo en Sevilla allá por el año de 1927, con motivo de la conmemoración del tricentenario de la muerte de Góngora, comenta textualmente: «…habíamos dado nuestras sesiones poéticas -conferencias, lecturas de versos- ante un reducido público». Y luego, en nota a pie de página, aclaraba con humor: «Cuarenta o cincuenta personas. Sólo cuatro damas, la noche de mi conferencia. Habían entrado allí por equivocación, sin duda, y se escurrieron como cuatro anguilas en un momento en que yo me bebía un vaso de agua. Pero,¡oh, prodigio¡, el día del banquete con que nos obsequió el Ateneo, ¡cuatrocientos comensales¡». Y es que el ser humano, por muy cultivado que pretenda hallarse, no consigue desprenderse del todo de sus facetas más prosaicas, derivadas de su inevitable condición de mamífero erecto. Una pena.
Por desgracia, la gravedad del tema que hoy nos mueve a estos comentarios, no permite demasiados coqueteos con citas de tan alta gratitud.
Es de público dominio, y nada nuevo descubro al mencionarlo, que las diputaciones y ayuntamientos destinan todos los años miles de euros a la promoción y mejoramiento de las fiestas locales: verbenas, recitales de rock, encierros taurinos, grupos de animación alóctonos, adornos públicos y un sinfín más de cosas que, efectivamente -no vamos a negarlo-, llenan de colorido nuestras calles y plazas durante unos días, pero que no representan más que la cara desenfadada de un noble pueblo que se ve inmerso de pronto en la ilusión transitoria de un breve periodo vacacional. Todo resulta ficticio, inconsistente, falto de raíz cultural auténtica. Y el dinero que cuesta montar semejantes decorados proviene del contribuyente, del ciudadano de a pie, de los padres de esos muchachos que demandan lugares de encuentro y diálogo fuera de los bares y discotecas, que los hay. Y proviene, en definitiva, de los que pagamos las innumerables tasas e impuestos con los que nos asaetean sin miramientos.
La mera distracción del pueblo –el pan y circo de los romanos- es algo que está muy bien, pero sin embargo deberíamos preguntarnos dónde se hallan los pilares maestros que sustentan esas alegres fachadas festivas y coyunturales de nuestras ciudades y núcleos rurales. Tristemente, la respuesta surge clara: no están en ningún lado. Y no están porque no existen. Así de simple.
La raíz cultural de Aragón, igual que la del resto de las comunidades españolas, se ha ido secando por falta de riego, de abono, de mimo y de fomento. Si hay suficiente dinero para el montaje de apariencias y decorados banales, también debería haberlo -valga el símil teatral- para la formación concienzuda de los actores, que a fin de cuentas es lo interesante con vistas al futuro.
Pues no, mire usted. Resulta que los presupuestos que hacen nuestros gobernantes no llegan para según qué cosas, como pueden ser -por citar unos ejemplos tan sólo- la creación o ampliación de becas a estudiantes y posgraduados, el fomento de asociaciones culturales de iniciativa privada a través de subvenciones generosas, apertura de nuevas bibliotecas en zonas desligadas de los principales centros urbanos provinciales, creación de ayudas a jóvenes artistas, artesanos, escritores; campañas continuadas de fomento de la lectura para niños y adolescentes, habilitación de fondos públicos con destino a publicaciones diversas, ciclos periódicos de conciertos y exposiciones didácticas, y también -algo fundamental- la promoción preferente, a través de los medios de comunicación (prensa, radio, televisión) de las ideas y la obra de pensadores, poetas, profesores, escritores y artistas e intelectuales en general, naturales de la tierra. Nada, cuatro cosillas en las que malgastar los presupuestos de los departamentos y delegaciones de cultura; cuatro sandeces, como quien dice.
Lo peor del caso es que la juventud se ha contagiado de la insana dejadez cultural emanante del poder. Se conforman con pensar que la cultura de un pueblo son únicamente sus fiestas y que lo que mola consiste en el canuto y la diversión facilona. Sin medios, sin ayudas, sin planes serios al respecto, el joven español no hallará la senda cierta que le lleve hacia una plena identificación con la historia, con la tradición y, en última instancia, con la raíz cultural y distintiva de su tierra natal. Y es que donde no se siembra, mal se puede recoger.
«Nunca es mañana; siempre es hoy» -escribió una vez Ramón Gómez de la Serna-. Hagamos nuestra su clásica greguería, reconózcanse los vacíos, los errores cometidos, y trabájese para subsanarlos sin esperar a mañana. La cultura -no lo olvidemos- es el cimiento de las sociedades modernas. Y nuestra juventud, que demanda menos demagogias y más veracidad en todos los órdenes de la vida, no se merece una cultura vacía y trivial como la que algunos se han empeñado en ofrecerle.
.·.
[1] Alonso, Dámaso: Una generación poética (1920-1936). Ensayo perteneciente a su obra Poetas españoles contemporáneos. Editorial Gredos, Colección Biblioteca Románica Hispánica (Tercera edición aumentada. Madrid, 1978).