Eso significaba, en griego, su apodo, porque oficialmente se llamaba Arístides. Y ancho, anchísimo, fue, en efecto, su espaldar, sobre el que descansa nada menos que el cincuenta por ciento, grosso modo, de toda la filosofía occidental, tanto la puramente helénica cuanto la escolástica. Platón y, a su lado, Aristóteles, que fue su discípulo predilecto, pero que le salió respondón, son las dos columnas de Hércules –non plus ultra– que sostienen el majestuoso templo de todo lo que al hilo de la historia y, dentro de ella, al oeste del Bósforo se ha considerado filosofía.
Platón era, como Ulises, griego, agradecía, dijo, cuatro cosas a los dioses -haber nacido hombre y varón, y ser ciudadano de Atenas en el siglo de Pericles- y su vida fue, como la del héroe homérico, una odisea.
Descendía de reyes, de arcontes y de filósofos. Recibió una educación esmerada. A los veinte años conoció a Sócrates, y ese encuentro -como el de Jesús con Juan el Bautista- cambió y marcó el rumbo de su vida. Resumir ésta sería, aquí, imposible. Se opuso al despotismo oligárquico de sus compatriotas, intervino en política y salió siempre de ella, una y otra vez, trasquilado, se exilió, trató a Euclides y a otros sabios de su época, viajó por Egipto y Libia, recorrió el Mediterráneo, se inició en Eleusis y en los misterios saítas de Osiris, vivió en Sicilia, frecuentó las granjas pitagóricas, conoció a medio mundo, fue amigo de muchos y enemigo de otros tantos, pasó por cárceles, cautiverio y esclavitud, fundó en un bosque cercano a Atenas la célebre Academia, matriz, troquel y cauce durante nueve siglos de la filosofía platónica y, por ende, helénica, cristiana y occidental, estudió, investigó, legisló, sentó cátedra duradera en todas las ramas del saber científico, artístico, literario y filosófico, y dejó a la posteridad un corpus de libros con estructura de diálogos verdaderamente colosal, en el que todavía hoy, urbi et orbi, sigue abrevando el pensamiento, la política, la ética y la estética del mundo en que vivimos.
De Platón, cuando murió, tendría que haberse dicho lo que de Ulises -ya, por fin, de regreso al hogar del que muchos años antes había salido- escribió Kavafis en su mejor poema: Rico en saber y en vida, como has vuelto, ya sabes lo que significan las Átacas.
¿Qué nos enseña Platón? ¿Para qué nos sirve su filosofía? ¿Cómo podemos aplicarla a nuestro trajín cotidiano y convertirla en brújula, sextante y mapa de los caminos que conducen a la felicidad?
Eso, lector, es mucha tela de Penélope, que ni yo ni nadie, por más que lo intentáremos y que la redujéramos, podríamos tejer en la rueca de estas líneas y extender sobre el bastidor de sus estrechos límites. Estudia, lee, reflexiona, vive y que en esa cuádruple faena te acompañen, lector, los vientos y la gracia de los mismos dioses a los que Platón agradecía no tanto los cuatro rasgos anecdóticos a los que antes hice referencia cuanto, en definitiva, el don del pensamiento, pues con eso basta para ser humanos.
La filosofía -y, por lo tanto, la sabiduría- es, según Platón, lo que el hombre descubre cuando su conciencia entabla un silencioso diálogo, un soliloquio, con ella misma, que es la sede del alma, en torno al ser.
Para ello hay que salir de la Caverna a la que nos arroja, encerrándonos en la prisión del mundo sensible, el nacimiento, y regresar por medio de la memoria arquetípica, al otro mundo, del que venimos, y en el que se encuentra la verdadera realidad, la de las Ideas, cuyas sombras, reflejadas en las paredes que, mientras estamos vivos, nos ahogan, podemos atisbar en la penumbra.
Saber, para Platón, es recordar lo que el alma aprendió antes de descender, por vía de encarnación y transmigración, al ámbito de la Caverna.
El cuerpo, añade, es un Carro conducido por un Auriga -la razón- del que tiran, en direcciones opuestas, dos caballos, impulsivos ambos, cuyo galope es preciso armonizar para que la vida tenga sentido y el alma llegue a la meta que debe alcanzar: la de la contemplación de las Ideas.
Uno de esos dos caballos es el ánimo -la voluntad, la energía, el valor-, que secunda las intenciones del Auriga, pero el otro -que representa el apetito, la concupiscencia, el deseo- se opone a ellas y necesita ser embridado y domado por la razón.
El mito de la Caverna y el del Carro y el Auriga constituyen el eje alegórico y pedagógico en torno al cual articula Platón los dos elementos fundamentales de su filosofía: la episteme, que mediante el conocimiento de las Ideas genera verdad y se opone a la doxa o mera opinión sin fundamento real, y la paideia o sistema de educación que enseña al hombre a ser virtuoso.
Hoy no existe ni paideia ni episteme. La ciencia actual se ocupa sólo de lo físico (las sombras de la Caverna) y desdeña lo metafísico (el mundo de las Ideas), y los planes y métodos de enseñanza de la sociedad de nuestros días no pretenden educar, sino adiestrar.
Sin paideia, lector, no serás virtuoso, sin episteme no serás sabio y sin lo uno y lo otro, sumados, no serás feliz.
Así que, por tu bien, te digo ahora lo que, según la leyenda, el ángel dijo al santo: Tolle, Lege.
Que en latín significa: toma y lee… Los Diálogos de Platón, por ejemplo.