Delibes es mucho Delibes. Y lo digo en presente, naturalmente que sí, porque don Miguel nunca estará muerto a pesar de haber fallecido. Llevará siempre, asociado a su nombre y apellidos, el marchamo de la vida que le infunden cada día sus libros, algunos magníficos.
Según como se mire, esa especie de peculiar inmortalidad le otorga al escritor vallisoletano la aureola del príncipe entronizado, del héroe olímpico. Y todo eso, con muchos merecimientos.
Nacido en Valladolid el 17 de octubre de 1920, Miguel Delibes –a quien, con humildad, he tenido siempre por maestro en lejanía-, se dio a conocer como narrador con La sombra del ciprés es alargada, novela que le llevó directamente al Premio Nadal en 1948. Ocho años antes había entrado a trabajar, como caricaturista, en El Norte de Castilla, periódico vallisoletano cuyos destinos iba a regir entre 1958 y 1963. En 1950 publica El camino, su tercera novela. En 1955 consigue el premio Nacional de Literatura con Diario de un cazador; y en 1962, el premio de la Crítica por Las ratas. Algunas de sus obras constituyen una reflexión global sobre la sociedad española, como es el caso de Las guerras de nuestros antepasados, de 1974. Su prosa esmerada se pone al servicio de un realismo en el que destaca el gusto por la descripción y el detalle. De su producción cabe destacar, además de los títulos citados, La hoja roja (1959), Cinco horas con Mario (1966), Los santos inocentes (1981) y Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983). Desde febrero de 1973, es miembro de la Real Academia Española.
Si sólo hubiera conocido sus libros, me parecería un magnífico escritor, un rey de la palabra. Pero es que además, por fortuna, he podido aprender buen hacer literario en sus obras, y aprehender de él mismo su faceta humana y cordial, sobre todo a través de la correspondencia.
Es verdad que fue siempre –o esa percepción tuve de él- un hombre sencillo, más bien austero, llano, claro; buen castellano, en definitiva. Pero por encima de todo, esmeradamente educado, cuidadoso en las formas y un caballero en el trato. Le conocí hace muchos años, más de los que desearía que hubiesen pasado, y desde ese momento creí que me habían presentado a un hombre de bien, percepción que se fue confirmando con el progresivo intercambio de noticias postales entre ambos.
Miguel Delibes Setién –don Miguel, que pocos se merecen más el don- fue un escritor contenido y digno, comedido y sabio; un hombre que supo conciliar perfectamente el hecho de ser todo un caballero con su presencia inequívoca en el mundo y la sociedad de hoy. No era un encastillado, aun poseyendo con nitidez un vigoroso universo literario. Fue, y seguirá siendo, un testigo del tiempo que le ha tocado vivir, un hombre con delicado talento para las letras, un artista de la pluma, un maestro.
He de reconocer, como escritor y discípulo suyo en la distancia, que gracias a sus positivos comentarios relativos a mis libros –opiniones sagradas para mí en todo momento-, mi afán de progresiva mejora y mis ganas de trabajar y seguir adelante en el duro mundo de la literatura, crecieron exponencialmente años atrás. Gracias a sus amables, a sus generosas palabras, y a su visión en torno a mis libros, pude comprender que no importa tanto la celebridad y el reconocimiento general que un escritor pueda lograr, como el grado de calidad y estilo de los trabajos que se llegan a publicar. Me enseñó que no basta con parecer bueno, sino que hay que serlo. Y él lo fue, y con creces. Un escritor de méritos –por fortuna reconocidos en su caso- y un hombre bueno y humano de una extrema educación.
Descansará en paz su cuerpo, mientras su espíritu alimentará los paseos tranquilos de los viandantes de su Valladolid tan querida. Delibes no ha muerto. Sólo se nos ha ido su materia perecedera, pero nos deja en herencia lo importante: la inmortalidad de su palabra. Hasta siempre, maestro.