A los diecisiete, el ídolo de una chica negra de Harlem durante los Roaring Twenties sólo podía ser Billie Holiday, que era unos ocho años mayor, pero no importaba. De cantar, había que cantar como ella o casi como ella, en todo caso.
Igual, en la década del cuarenta, en ese escenario generoso que comenzaba en el Minton’s Playhouse y terminaba en Staten Island, Carmen McRae comenzó a darle sus pulmones al mundo. Entre la música del Pops y del Duke, que llenaba su casa y se desbordaba hasta por las ventanas, Carmen Mercedes se las ingeniaba para adorar a la Lady Day y cantar, además de estudiar piano.
De inicio, la Carmencita fue una más de las “chicas del coro” y hasta de secretaria laburó, siempre apegada a las teclas, aunque fueran de la máquina de escribir. Así, tecleando con fuerza, comenzó a tocar con la banda de Benny Carter. Luego vendría la época de Milt Gabler y doce —nada menos— elepés llenos de ese piano a veces tecleado con precisión de Olimpia, la secretaria perfecta, y a veces impulsado desde la voz, que siempre iba por detrás del beat. Ese sería su sello.
Cincuenta años cantó por todo su país, hasta que de costa a costa se le antojó chico. Entonces se fue al Festival de Monterrey y, año sí, año no, pasó tres décadas regalando Lover Man, Good Morning Heartache y un montón de otras canciones a un público que nunca se cansaría de ella. Le pidieron estar a su lado desde Dave Brubeck hasta Cal Tjader, pasando por George Shearing y ella les dijo que sí. Siempre decía que sí, por eso se casó con Kenny Clarke primero y luego con su bajista, Charles Ike Isaacs.
A la muerte la Carmencita le daba poca bola, por eso seguía fumando como condenada y, como no podía ser de otro modo, contrajo un enfisema que la acabó además de obligarla a retirarse en 1991. Murió en 1994 por complicaciones respiratorias. De ella nos queda, igual, ese implacable swing.