Puede que el regreso de una guerra sea más difícil que la ida. Puede que la vuelta a casa, a la familia y a la antigua rutina sea más dolorosa que la guerra misma. Esa es la idea que subraya “Brothers” la última película de Jim Sheridan con una trama enfocada en el malestar de un soldado estadounidense expuesto a las peores atrocidades.
En un país como Afganistán, en el que los malos de la película son descritos como barbudos y hombres que abrazan discursos tan radicales como la necesidad de liberar su país de la presencia americana, la tortura y la humillación adoptan dimensiones abominables y totalmente inaceptables. Y sin embargo, por encima del extremo padecimiento de la guerra y esa exposición directa a la violencia, parece que exista un dolor más extremo y destructor todavía. La vuelta a casa y la confrontación con la gente de siempre, desconocedora del infierno y de las atrocidades que se cometen, es una auténtica fuente de frustraciones y bloqueos que pueden llevar a las conductas más desconcertantes.
En la película, el soldado Sam vuelve a su casa sin poder relatar el horror que ha sufrido, se encierra en ese caparazón característico del entorno militar que se ha creado para afrontar las peores situaciones y se deja desbordar por otro hecho que no había imaginado: su entorno ha seguido viviendo, ha continuado con sus quehaceres, independientemente de lo que él haya podido hacer o ver, porque, finalmente, la vida es así. El ser humano necesita un espacio tranquilo, preservar algunos de sus sentimientos y compartir emociones con su entorno para avanzar, crecer y sobrevivir. Es algo tan natural como incomprensible para un hombre que regresa de una experiencia traumática como el conflicto armado al que se ve expuesto. Desde esa perspectiva, y queriendo acercarse a su hijo, el padre del soldado confiesa haber vivido una situación parecida al volver de Vietnam y esa intervención reivindica el aspecto traumático de todas las guerras, sean del Golfo, de Asia o de Oriente.
Algunos protagonistas de la película consideran que nadie puede estar preparado para matar o ver la muerte de alguien querido, ni siquiera un marine, y las reacciones del soldado lo corroboran. Matar en suelo ajeno, por unas causas que no deben cuestionarse, exponerse a prácticas inhumanas, son acciones que terminan desequilibrando incluso a las mentes más preparadas. Pero, más allá del dolor que pueda suscitar el regreso a un entorno estable, existe otro tema de fondo que convierte esta película en un interesante tema de discusión: ¿Hasta qué punto el soldado debe dejar de pensar?
Antes de partir a Afganistán, la esposa del soldado le pide a su marido que se quede pero él desatiende el comentario como si se tratara de una locura, como si negarse a ir a un conflicto fuera algo impensable. En otro momento, un personaje le pregunta a ese mismo soldado si le gusta la guerra y su respuesta es tan cortante como triste: “Es mi trabajo”. Existen trabajos fatigantes y deprimentes, pero cuando la guerra se transforma en un trabajo en el que se mata sin pensar, en el que el hombre tiene que fingir que es una maquina y que puede superarlo todo, llegamos a los extremos más desconsoladores basándonos en la idea de que el hombre puede aguantar lo peor o creerse que está preparado para ello.
El ejército profesional ha transformado los conflictos en eventos incuestionables. Las guerras se combaten sí o sí, independientemente de si son justas o no, y de si son justificadas. Más que evitar el conflicto, ahora el soldado puede verse tentado por evitar el regreso a casa y la dura pregunta que Sam formula en esta película: “¿Puedo vivir otra vez?”.