Ya va siendo hora de que hable en esta columna de mi celebérrimo elixir de la eterna juventud. Y si digo celebérrimo no es por megalomanía, sino porque llevo muchos años escribiendo acerca de él por aquí y por allá o mencionándolo e ilustrándolo, en parte, a troche y moche, al hilo de las entrevistas que me han ido haciendo en diferentes medios de comunicación impresa o audiovisual.
He sido siempre, desde la infancia, persona más bien aprensiva, preocupada por la salud no sólo propia, sino también ajena, y dada a la lectura, la introspección, la investigación, la experimentación y, en consecuencia, y por incorrecto que resulte decirlo, a la automedicación. Esta última me parece lógica, siempre que se lleve a cabo sólo en primera instancia, dentro de ciertos límites y ateniéndose a determinadas dolencias y a los dictados del sentido común.
Lo primero que hago (y ya lo hacía de niño) en cuanto detecto algún problema de salud es irme a la biblioteca más cercana, buscar en su catálogo la bibliografía pertinente y enfrascarme en su lectura. Ahora, para dar rienda suelta a tan irrefrenable impulso, ya no es necesario que salga a la calle. Me basta con abrir el ordenador y adentrarme en los laberintos de la Red hasta dar con lo que busco.
No sólo eso. Además, y a lo largo de mis viajes por lejanas tierras, husmeo en los entresijos de su medicina tradicional, pruebo los remedios, siempre naturales, que en ella se utilizan, porque cobaya soy, y así enriquezco poco a poco el elixir al que esta columna se refiere y en el que figuran muchos más productos de los que caben en ella. ¡Con decir que ingiero alrededor de setenta pastillas al día!
No se asusten. Ya he dicho que son, mayormente, de herbolario, aunque no todas se consigan en España.
Continuará.