Ángel Rama nos recordó algo que es básico en cualquier antropología: las represiones son componentes obligados en cualquier cultura (Transculturación). En el caso latinoamericano, por razones históricas, éste factor ha sido fundamental y quizás definitorio.
La Conquista, con su violencia bélica y su violencia moral asentada en el complejo de superioridad de la cultura europea se perpetuó en el rechazo público y sistemático de la clase criolla dominante en las nuevas repúblicas del siglo XIX hacia todo lo amerindio. En literatura, el romanticismo que sirvió como forma de legitimación intelectual del nuevo proceso de consolidación de las nuevas repúblicas con su desesperada búsqueda de identidades definidas, fue otro trasplante de la cultura ilustrada de Europa. Desde el romanticismo de la primera mitad del siglo XIX en el Río de la Plata hasta el de la segunda mitad en la región andina, se trató de una nueva superposición cultural, más que una transculturación o, menos, una recuperación de la cultura vernácula, popular. Ángel Rama recuerda que, “sea cual fuere la valoración que se asigne a la obra de Ricardo Palma, cuya rehabilitación fue abierta por el propio Mariátegui haciendo de él un intérprete del demos limeño, no hay duda de que en 1872, la ‘tradición peruana’ es una solución estética epigonal que todavía se abastece de la literatura española romántica cuando no de los maestros del Siglo de Oro”.
Una y otra vez estamos ante el divorcio y la represión de una de las partes sobre la otra: la “ciudad letrada”, la clase alta y su cultura ilustrada, sobre la mayoritaria sociedad oral de una cultura popular que no podía estar muerta sino ignorada o despreciada por aquella.
No será hasta mediado del siglo XX que este signo se revertirá. Las culturas y las razas antes despreciadas se volverán centro de reivindicación. Hernán Cortés, Domingo F. Sarmiento y el indigenismo del siglo XX podrían considerarse representantes de esos tres momentos. El mismo Ángel Rama define cuatro apariciones del indio como tema en la literatura latinoamericana: (1) en la literatura misionera de la Conquista; (2) en la literatura crítica de la burguesía mercantil del período revolucionario; (3) en el romanticismo como lamentación por su destrucción; y (4) “en pleno siglo XX, bajo la forma de una demanda que presentaba un nuevo sector social, procedente de los bajos estratos de la clase media, blanca o mestiza. Inútil subrayar que en ninguna de esas oportunidades habló el indio, sino que hablaron en su nombre”.
Tampoco el público consumidor de esta literatura fue el pueblo iletrado, lo cual no sólo establece una barrera que separaba un estamento cultural del otro, sino que, por otra parte, debió “preservar” por largos siglos las características y valores de la forma más radical posible. La literatura, aún cuando tenía al indio como tema de reivindicación, era un producto de consumo de las clases ilustradas. Esto había pasado, según Rama, con el Memorial de Las Casas, Siripo de Albarden, Tabaré de Zorrilla de San Martín y Huasipungo de Jorge Icaza. Pero el hecho de que el estamento ilustrado ignorase doblemente (como productor y como consumidor) al estamento popular, no significaba que estuviese muerto.
El mismo Mariátegui creía que lo único que sobrevivía del Tawantinsuyu era el indio como cuerpo biológico, ya que la civilización había perecido.
Por otro lado, como síntoma y fenómeno nuevo del siglo XX, la reivindicación junto con el ascenso de las clases pertenecientes al estamento no ilustrado, encontró formulaciones que al invertir los valores dominantes se encontraron en un extremo igualmente inverosímil de interpretación. Según Rama, las nuevas reinterpretaciones del pasado incluía la imposición de “un nuevo mito que quedó definido en el título de un libro famoso, El imperio socialista de los incas, pero que fue un lugar común del pensamiento político socialista, que vio en la supervivencia del ‘ayllu’ la llave para conectar las estructuras económicas arcaicas con las más modernas en un abrir y cerrar de ojos transitando milenios”.
Podemos pensar que el mismo proceso del humanismo europeo —que revalorizó la cultura popular en Europa y reivindicó la universalidad del individuo como igual y libre aunque deformado por las sociedades verticales compuestas por castas o estamentos y regidas por el prestigio de la autoridad— provocó en la América Latina del siglo XX una reacción contra las clases dominantes, visualizada principalmente por la ideología contestataria del socialismo.
El liberalismo del siglo XIX se continuó “naturalmente” en un pensamiento más radical que luego fue identificado con su contrario: el marxismo. Esta nueva filosofía europea, aunque de una formulación compleja y sólo accesible en su plenitud a los nuevos intelectuales, se acercó a las masas no-letradas del continente y de allí recibió la influencia de una tradición que nunca había muerto sino sólo se había transformado bajo las sombras eternas que proyectaba la cultura ilustrada, principalmente europeísta. Así, al mismo tiempo que los intelectuales se acercaban a un grupo (las emergentes clases bajas) y rechazaban otro (las tradicionales clases oligárquicas), también la cultura popular, oral e iconolástica, disputó a la antigua cultura ilustrada el prestigio del libro. El intelectual se popularizó y el pueblo se intelectualizó.
Así se llega a un fenómeno aparentemente contradictorio en América Latina: los intelectuales comprometidos, casi siempre escritores de izquierda, articularon un discurso racional, el marxismo, al tiempo que se sumergían en un paradigma que lo contradecía: la reivindicación de un mundo mítico, de un regreso al origen antes que un progreso hegeliano de la misma; de un movimiento circular, propio de los mitos, antes que la irreversible linealidad judeocristiana; de la sabiduría de la naturaleza antes que la veneración moderna de la industria; de la emoción antes que de la racionalidad; de la estética y la espiritualización del Cosmos antes que la deshumanización cuantificadora que hoy ya no sufrimos como máquinas productoras sino como máquinas consumidoras.