«¿Qué harán , sin embargo, las circunstancias de la vida actual, con esa delgada y quebradiza cáscara de las apariencias democráticas, preservadas por el impenitente conservadurismo del espíritu humano al que suelen bastar las formas exteriores, los símbolos y los rituales, para seguir creyendo en la existencia de una materialidad ya carente de cohesión, o de una trascendencia que ha dejado perdidos por el camino el sentido y el nombre?»
Página 32,
«Esto de reflexionar parece algo que nos es inherente por el hecho mismo de que somos seres no solamente racionales, sino también sensibles. Tenemos y mantenemos una relación con lo que está fuera de nosotros, y lo que está fuera no es únicamente la naturaleza, sino que es, sobre todo, el otro, el ser humano, ése a quien llamamos nuestro semejante. La palabra semejante aparentemente dice mucho pero al final no está diciendo nada, porque a ese otro en muchísimos casos lo consideramos un enemigo».
Página 37.
«A veces digo: «La pornografía no es obscena, lo obsceno es que se pueda morir de hambre». No deberíamos permitirnos que alguien en este planeta se muera de hambre, y eso ocurre en el mundo cada cuatro segundos».
Página 49.
«Así como Macbeth podía decir que no bastaría toda el agua del gran Neptuno para lavar la sangre de sus manos, tampoco habrá dialéctica ni sofística capaz de encubrir o disfrazar la intolerancia que llevamos en la masa de nuestra propia sangre».
Página 62.
Leer a Saramago es hacer trampa, porque es un valor seguro. Independientemente del grado en que uno pueda identificarse con su mensaje o con su forma de pensar, con su línea política o con la moraleja que le subyace en cada línea, resulta innegable la calidad de sus textos, el correcto uso de las palabras para resultar claro y enviar ideas de calado, incluso originales ideas de calado. Esta utilización de la herramienta de comunicación de una forma tan exacta produce el escalofrío de la perfección de la matemática, y ya sea para describir el país vecino, ya para dibujarnos una metáfora sobre la vocación sureña de la Península Ibérica, bien para mostrarnos una concepción desnuda y fría, diabólicamente humana de Cristo, ya sea para cualquiera de estas cosas, las palabras encuentran siempre su lugar, su encaje perfecto como en un Tetris donde todas la piedras parecieran lanzadas para encajar siempre a la perfección y, además, formar dibujos.
Que esos dibujos nos seduzcan, nos horripilen, nos arrastren con lentitud por los pasajes adjetivos o nos empujen al vacío de la reflexión es tema distinto. No pasarán, seguramente, desapercibidas, sus opiniones respecto a la religión y a los «profesionales» de la religión, siempre claras y siempre duras. A Saramago no parece interesarle lo divino, o parece rechazar la versión divina que se nos ha ofrecido, y como un renacentista pasado por el tamiz de la contemporaneidad, en cambio la idea del hombre y su realización digna le ocupa totalmente.
En el caso que nos ocupa, El nombre y la cosa, estamos ante una obra corta puesto que está redactada para ser conferencias impartidas en México, y genialmente puestas sobre papel para todos los que no pudieron (o no pudimos, vaya) asistir a ese encuentro entre el escritor (y el pensador) y su público lector/oyente.
Es curioso que el propio Saramago diga en la segunda parte: «Intentaré desarrollar unas cuantas ideas que no son de político, porque no soy político; que no son de un filósofo, porque no soy un filósofo; tampoco soy un politólogo, que ahora está de moda. Sencillamente, no soy más que un escritor que escribe historias, que ha escrito poemas, que ha escrito y sigue escribiendo obras de teatros […] Pero de todos modos que en mis novelas […] se puede reconocer a una persona reflexionando». (Página 37). Y digo que es curioso porque parece querer justificarse o explicarse. Que Saramago era un animal político y un animal reflexivo creo que resultaba evidente (a mí me lo parecía); que no fuera un político profesional o un «pensador» profesional (si es que esto son los filósofos) es casi casi anecdótico, porque sus escritos efectivamente tenían una clara dimensión política y filosófica. Porque sus obras están concebidas desde una idea política y un conjunto de ideas desarrolladas. De ahí que a unos su mensaje les acaricie los oídos y a otros les pegue como un látigo con puntas. Sin embargo, la invitación al pensamiento es lo más grande que puede ofrecernos y que continuamente nos ofrecía desde sus páginas.
En estas conferencias Saramago hace un repaso de la idea de la democracia y su realización o «ejecución» (valga la ironía del doble significado de puesta en práctica y asesinato) en nuestros días. Y si bien en la primera parte parece iniciar un camino de crítica al sistema capitalista, por encubrir un deterioro progresivo del sistema democrático hasta casi vaciarlo de contenido, en la segunda parte más bien se matiza y se pone el acento en la necesidad de afrontar la realidad en la que vivimos, para animarnos a cambiarla para mejor y en concreto, en la tercera parte, para que españoles y portugueses descubramos al «otro», a nuestro semejante del sur «descubierto» por nosotros cinco siglos antes, para dar nuevas formas a las formas ya agotadas o viciadas de gobierno.
Que no nos dejemos engañar por las apariencias, que tomemos conciencia de nuestra responsabilidad en el mundo y que asumamos con contenido los deberes fundamentales tanto como los derechos fundamentales son algunas de las perlas que se dejan caer en esta deliciosa obra donde el pensador desnuda de ficción su alegoría permanente, su lucha por la dignidad del hombre, una vez aceptada su esencia.