Buena parte de mi vida transcurre en los aeropuertos. Eso es, simultáneamente, bueno y malo. Bueno, porque me voy, y malo, porque casi todos son infernales. Estoy ahora en uno de ellos: en el peor. Me refiero a la Terminal 4 de Barajas, que es la obra de un loco o, seguramente, de muchos locos, como también lo son, por poner un ejemplo, los Teatros del Canal de Isabel II. Que se lo pregunten a Albert Boadella o a quienes trabajaron y naufragaron conmigo en la intentona televisiva de Dragolandia. Para moverse por ese abominable laberinto, que demuestra hasta qué punto los sueños de la razón producen monstruos, se necesita un kit de supervivencia, una brújula, un navegador, un walkie-talkie, una cantimplora y un morral cargado de víveres.
Decía que estoy ahora en la Terminal 4 y que una vez más, como siempre me sucede cuando llego a ella, maldigo mi estampa por haberme olvidado de lo que el sentido común sugiere: recurrir a los servicios de cualquier línea aérea que no despegue de allí. Sabido es que en la tierra de los ciegos… Las restantes terminales de Barajas, que de por sí no son gran cosa, se convierten en paraísos cuando se las compara con la 4.
Si vas en clase turista, ¿y quién no lo hace a menudo?, ya no se puede acudir en el lugar mencionado, como en cualquier parte del mundo, al mostrador de facturación. No. ¡Qué va! Tienes que recurrir a una máquina odiosa y teclear en el salpicadero de sus confusos mandos oscuras claves que parecen jeroglíficos egipcios. Yo, que ni siquiera sé sacar billetes de metro con ese sistema, me veo obligado a caer de hinojos ante cualquier persona uniformada, ya sea varón, ya mujer, que se me ponga a tiro y suplicarle que me ayude como se ayuda a un niño perdido en unos grandes almacenes.
Es la primera humillación. Luego vienen las restantes…
¿Humillaciones? No, no. Llamemos a las cosas por su nombre: vejaciones, violaciones de los más elementales derechos humanos, torturas dignas de la Inquisición, de la Gestapo, de la Lubianka, de los sicarios de Fumanchú, que deberían estar penadas por la legislación vigente en cualquier país que presuma, como lo hace el nuestro, de ser una democracia. ¡Y aunque no lo fuera!
Me refiero, la duda ofende, a todas esas tonterías que en nombre de la seguridad se perpetran en las bocanas de acceso a las zona de embarque.
Tonterías, digo, porque no sirven para nada, y si sirvieran, tampoco eso las justificaría. ¿Cabe, acaso, mayor inseguridad que la de coger un avión, haya o no haya terroristas en sus asientos?
Seguiré en la próxima entrega. Hoy ya he escrito demasiado. Todo blog es, por definición, un coitus interruptus. ¡Y, además, para lo que me pagan!