Por circunstancias personales, me he visto en la dolorosa situación de perder a un familiar directo, muy querido, ante mis ojos mientras se apagaba en la camilla de un hospital. Á‰l, inconsciente, no reaccionaba ante mi palabra, mi caricia: el golpe había sido tan duro que verlo marchar para siempre iba a ser cuestión de días. Pero una llamada telefónica nos dio la noticia de que no iban a ser un par de días, sino un par de horas.
Allí yacía, echado, bajo la apariencia ilusoria de estar dormido, enchufado a varias máquinas, mi padre, la cumbre de la pirámide, el hombre que ha hecho de mí, casi al completo, ser quien soy. Y mientras veía en el monitor cómo bajaban, poco a poco, sus constantes vitales, observaba a las enfermeras administrarle morfina y, ante ello, asumía que eran mis últimos minutos junto a él. Y ha sido en esos momentos cuando, como si cientos de dagas se hundieran en mis intestinos, sentí la tristeza más absoluta al percatarme que, en 27 años, jamás: jamás, hube dicho a mi padre que lo quería, que estaba orgulloso de él y que, con más o menos discusiones, mi máxima ilusión hubiera sido salir de ese maldito hospital y sentarnos en una terraza a tomar algo.
Pero ya era tarde. Tuve 27 años para hacerlo, y sólo me quedó el consuelo de imbéciles, es decir, hoy, en su entierro, incluir en mi sermón que fue una persona que amé, respeté y llevaré dentro de mí como fundamento de mis principios, pues así es.
¿Dónde quiero llegar con esto?
A que, por motivos que realmente desconozco (¿comodidad? ¿egoísmo?), las personas no nos expresamos con nuestros seres cercamos acerca de qué y cómo nos sentimos respecto a ellos. En general, no se nos ocurre sentarnos delante de un buen amigo, un padre o una madre, un abuelo o un tío, una pareja o una amiga especial, y, sin tabúes, decirle a la cara todo lo que sentimos: que los admiramos, que los queremos, que son importantes en nuestras vidas y que sus cualidades, más allá de nuestro ego, eje del Universo, es imprescindible en nuestro bienestar y felicidad. De algún modo deberíamos hacerlo: decir a quien amamos, que lo amamos; a quien queremos, que lo queremos; a quien apreciamos, que lo apreciamos. Y decirles por qué. Qué tienen ellos que iluminan nuestras vidas de un modo que no hacen otros.
Porque nunca se sabe si, el día que querramos decirlo, será demasiado tarde. Puede que, algún día, deseemos hacerle saber a un ser querido que lo amamos y respetamos, y que tenemos mil razones para hacerlo: pero puede que entonces, en ese momento, esa persona ya no pueda encajar nuestras palabras.
Yo lo he vivido hace dos días. Mi padre se fue, a sus 70 años, sin saber que su hijo habría dado todo por él: por quién fue, quién es en mí, y por todo lo que ha significado en mi vida. Sugeriría a cualquier lector de este artículo a que no repare jamás en hacerle saber a sus allegados lo que sienten por ellos, y el por qué. Pues, si llega un día en el que sea demasiado tarde, dormirán como el que escribe, yo, con una espina oxidada en el alma.