Era un tipo limpio mi amigo y así lo evidenciaba su piel lechosa y lampiña. Cabello arreglado, lacio e inamovible, como el temperamento de su dueño. Nunca se le descarriaba ningún pensamiento, parecía carecer su cerebro de esa zona cenagosa y mórbida de la que manan, en cantidades iguales, los fangos de la sublime creatividad y las aguas picadas de la simple demencia. Y, sin embargo, se decía artista, mi amigo, no obstante su falta de amargura, de muelas cariadas. Y, ciertamente, lo era, escribía complejísimos poemas, ganaba premios de novela, se le reconocía en el país.
Tuve otro amigo que, en cambio, contó con todas las ventajas, con la personalidad maniaca y el desaseo voluntario, pero no conseguía escribir, de su neurosis sólo salían gritos y rasguños, y, a veces y con suerte, una que otra narración estrafalaria. Pero, en general, su exageración y locuacidad lo único que le acarreaban era problemas, imaginarios la mayoría, mas no por ello menos agobiantes que los reales. Conservaba esa vieja idea de que el alcohol concedía genio y se emborrachaba escribiendo versos. Ninguno era suficientemente bueno y lo sabía pero no creía que fuera culpa del hada verde sino suya por no saber escucharla adecuadamente.
Ambos están muertos hoy, enterrados tres metros bajo mi piel, el primero se mató y al segundo lo maté. O, quizás fue al revés.