El Valle de Aisa discurre paralelo al del Aragón, separado por el mazizo que empiezan en Borao y Aratores para culminar en el Circo de Rioseta con el Aspe como frontera abierta a ambos lados. Antaño, este rincón especial de nuestro Pirineo apenas era visitado por los montañeros que querían ascender al Aspe o a los Lecherines. Recuerdo mi primera visita porque un amigo, al que llamábamos Bartolo, compró una borda en un recóndito rincón del valle, que tenía la peculiaridad de no estar nunca cerrada a los visitantes o simples excursionistas que por casualidad la descubrieran. Mi amigo, en aquella época pasaba largas temporadas cruzando Africa como guía, por lo que su casa era un buen refugio para nosotros, aguerridos jóvenes a los que las cuestas no nos pesaban todavía y el ansia de descubrimiento nos empujaba por riscos y precipicios hacia la plenitud de la cumbre, meta o reto, según el ánimo.
Aunque había vuelto en otras ocasiones, han pasado varios años, quizás cuatro o cinco, desde la última excursión. Al pasar por Aisa he visto su caserío renovado, con un magnífico aspecto de pueblo vivo. La pista asfaltada que conduce al puerto da señales de que el monte tiene sed. La sequía agosta los prados y angustia a los bosques. No es el verde el que brilla bajo el sol, sino un caos de marrones y amarillos, que a mediados de septiembre resulta excesivo porque cuando comenzamos a andar los rayos solares contienen demasiados grados y el cauce del Estarrún es escaso.
Los llanos de Napazal nos reciben con sus maneras de glaciar extinguido. El circo de montañas impresiona por sus crestas erosionadas donde la vida se ha hecho piedra. A nuestra izquierda, las laderas de Las Blancas, desde cuyas alturas veríamos Collarada de frente. El cono de volcán que simula el Pico RigÁ¼elo, los espectaculares e inverosimiles Mallos de Lecherin y el Pico Lecherín conforman un conjunto donde el equilibrio sólo se guarda siendo buitre, que vuelan por encima del silencio. Casualmente podemos presenciar una gran concentración de estos carroñeros en la Canal de RigÁ¼elo dando buena cuenta de un corzo muerto. Aunque lejos, la altura que hemos ganado nos permite no perder detalle del insólito espectáculo de la naturaleza sin ambages. De frente la afilada cresta del Aspe, el rey del valle con sus 2640 m de altitud. Debajo el Paso de la Garganta de Aisa, que nos llevaría hasta los prados de Cancanchú. Los gigantes de las Llanas, la Llana de la Garganta y Llana de Borao o Boro, que así le llaman. Detrás, hacia el noroeste el Pico del Cubilar y donde el circo glaciar descubre la surgencia del manantial de RigÁ¼elo, las puntas de Napazal y las del Boro. Ceremonia de grandeza, vida ausente de sobresaltos, paz que flota entre la brisa.
Es recomendable detenerse y el Barranco de IgÁ¼er es el mejor paraje. Junto a su escaso cauce y bajo la protección que un solitario pina nos brinda, el discurrir del agua colma una pequeña cavidad que gozaría de la categoría de jaccuzi si la corriente fuera más templada. La silueta del tejado rojizo del Refugio de Saleras se distingue en la unión de los barrancos de IgÁ¼er y Estarrún cuando descendemos. En la pista la roca de pizarra muestra sus desnudo mineral, incluso alguien ha escrito una pequeña fórmula matemática, quizá recordando las pizarras de la escuela en su niñez.
Dejamos un retazo de mirada en el cielo absolutamente limpio que seguramente se posará allá arriba, en las cumbres, decididas a dejar pasar el tiempo, eternidad al fin y al cabo, pese a nuestra presencia de humanos.
Un vermut en el albergue de Aisa nos ayuda a olvidar el calor. Las calles dormitan. Son las dos y algunos ya estarán en la siesta.