El futuro del libro, de la lectura es un tema vigente e inquietante y que algunos auguran “oscuro e incierto”, como el reinado de Witiza de nuestros libros infantiles. Tanto ha sido el cambio que se ha producido en las últimas 2 ó 3 décadas, que se ignora si el futuro seguirá con ese ritmo arrollador. Sentimos el vértigo de la velocidad y, por tanto, la inseguridad de la incertidumbre. ¿Someterá el todopoderoso mundo digital al pobre y antiguo papel impreso? La pregunta, que parece sacada de un serial de buenos y malos merece, antes de que se intente una respuesta, un par de matizaciones.
Primera. La lectura no tiene por qué identificarse con el libro, ni siquiera con el papel. Ahora el acto de leer (y con frecuencia el de escribir) va asociado a la pantalla del monitor. Más que por el futuro de la lectura (que está asegurado mientras exista el hombre o, al menos, la civilización tal como la conocemos), hemos de preguntarnos por el futuro del libro.
Segunda matización. En el libro hay una doble función. Una es la lúdica: el libro es un objeto de entretenimiento, de placer, de descanso; también de inquietud y de vicio solitario si se quiere. Otro aspecto es el de soporte de la información, de los conocimientos adquiridos que la sociedad necesita para funcionar y progresar. Hay una serie de conocimientos que los humanos necesitamos transmitir unos a otros. Para ello no es suficiente la memoria de un hombre, ni siquiera la memoria de todos los hombres. Se necesita un “lugar” –físico o virtual- para acogerlos. Hasta hace poco ese lugar privilegiado era el libro.
Hay una tercera función (que aquí se menciona pero no se analiza): el libro como lugar de revelación divina y, por tanto, como Palabra suprema que guía la vida humana. La Torá, el Corán, la Biblia no son cualquier libro, sino el Libro; y, en los dos primeros casos, la lengua no es una más, sino la Lengua en la que Dios ha hablado.
¿Cómo presagiar el futuro del libro teniendo en cuenta estas matizaciones? El libro como memoria colectiva, como transmisión y depósito de información se muestra como un medio claramente insuficiente en las sociedades avanzadas. La información se ha multiplicado tanto, sobre cualquier tema hay tanta y tan diversa, que el papel es un medio limitado e insuficiente para albergar tamaña mole. Algún autor ha hablado del fenómeno de la “Babelografía”: sobre cualquier cosa hay un océano de artículos escritos, en una enorme masa desigual, donde es difícil discernir entre la paja y el grano. La cantidad, la facilidad, la rapidez: por todo esto el libro no puede competir con lo digital, especialmente con la Red. Á‰sa sí es un batalla perdida. No tiene sentido acumular pesados tomos de repertorios legales, cuando esta información cabe en un sencillo y pequeño disco –o está a nuestro alcance en la Red de forma fácil y barata-.
Sin embargo, no parece que el libro como objeto de placer y lectura no utilitaria tenga que desaparecer. Seguimos y seguiremos leyendo poemas, dramas, novelas, ensayos. La lectura minuciosa, la anotación al margen de la página, la relectura, el paladeo –hasta aprenderlo de memoria- de un poema no tienen sentido en un medio electrónico y sí en un tomo de papel. Cuando se busca información –un dato, un nombre, una cifra-, se pasa por encima del texto, que es sólo una “medio” para hacer llegar, acumular y organizar esta información. Cuando buscamos el texto como placer (la expresión, como se sabe, es de Roland Barthes), el texto mismo se convierte en objeto tangible y relevante. Es “material”, como la mano de un amigo o un lápiz o una manzana. Importa su tacto y su tamaño, su color y diseño. Cada libro se asocia a un recuerdo, a una experiencia vital: el lugar o el tiempo en que lo adquirimos o leímos, las circunstancias, la compañía. Hay pasajes o poemas asociados irremediablemente a un recodo de nuestra vida. Algo de nosotros ha quedado en ellos, en la medida en que somos pasado. Algo de ellos va quedando en nosotros, en la medida en que nos van influenciando o mejorando o pervirtiendo. Nada de esto puede hacer el soporte digital. Un disquete o un compact, por muy valioso que sea su contenido, será siempre un objeto para guardar, usar, almacenar, nunca para seducir, recordar o rememorar.
Por ahora, parece insustituible ese pequeño mazo de papel, que el tiempo terminará por envejecer y amarillear -como a nosotros-.