La realidad es una culebra de mil colas, si uno la pisa muerde antes de morir, y, si se le perdona la vida, ella lo aplasta a uno porque, de hecho, no es una culebra, sino un peso muerto que cae en medio de la carretera. La realidad es una ciruela sin madurar que deja en los labios un sabor gris metálico, decadente, a quien la prueba, y a quien la rechaza lo mata de antojo.
A mí no me funciona la realidad, me hace ver gordo, no mucho, pero en definitiva, más de lo que soy realmente. También da comezón, y caspa, e inhibe casi por completo el apetito sexual ya que llega abruptamente y quita el sueño, lo despoja a uno de esa fantasía que tanto demoró en construir. Es real cuando el aire frío de la soledad se cuela por la ventana, llega a los pulmones y se transforma en un filete sangriento de ninfa macerada. Y esa realidad brota a chorros cada vez que me abro la cabeza en busca de herramientas: carcomido baúl donde guardo mis verdaderos juguetes y archivo mis estados de cuenta, tomando en cuenta sólo mi estado de ánimo. Aunque, en realidad, lo único que cuenta en este estado de excepción es lo que uno almacene en la cochera.