Su misma madre le decía en secreto el frente de haba. Y, de hecho tenía, como esas semillas, una división, un ligero surco que atravesaba verticalmente su frente ancha, desde el nacimiento del cabello hasta la ceja izquierda. Detalle heredado del abuelo materno, sólo que al longevo señor le llamaron hasta el día de su muerte, a los 95 años, con mucho respeto: don nalgas al frente. Qué ironía que la misma seña se utilizara con acepciones totalmente contrarias, en el caso del prócer se hacía analogía al sexo femenino, y en el del niño al masculino. Durante sus últimos años, don nalgas al frente gritó a los cuatro vientos que había sido un homosexual de clóset toda su vida y fue por eso que nunca le molestó su sobrenombre. Su madre, la madre del niño, del frente de haba, se sentía orgullosa y aliviada a un tiempo porque a su pequeño se le reconociera entre la familia con ese apodo y no con el antiguo de marica que su padre ostentó, para arañar el apellido Cervantes con una humillación más. ¿Arañarlo? Sería para desgarrarlo de una vez por todas. Cómo era posible, se preguntaba Matilde, madre del frente de haba, que su papá, tan valiente, tan alto y tan grosero, fuera puto. Ella no lo creyó ni por un segundo, prefería pensar que su viejo estaba senil y decía cualquier cosa con tal de llamar la atención de los jóvenes, sus ahora mayores, Si no conociera yo a los niños, le decía Matilde a su marido, Y tú sabes que cuando uno se hace viejo se vuelve tonto otra vez, Calla, mujer, te va a oír Néstor, le pedía su marido, Cómo crees, mi frentita de haba ya está bien dormido. Pero Néstor no dormía, desde que lo exiliaron de la cama matrimonial y lo instalaron en su propia habitación hacía dos meses, se levantaba en secreto casi todas las noches, exceptuando las veces que lo visitaba su primo Cris, entonces, apenas se iban las visitas, caía rendido luego de una ardua jornada de travesuras, el único trabajo que vale la pena, el único sudor que dignifica. Néstor sentía que hacían un bien a la comunidad rayando paredes, rompiendo billetes, machacando gafas, y si conseguían embarrar de miel el piso del baño sin ser vistos, podían descansar con una sonrisa de satisfacción en los labios. Sólo que, desgraciadamente, él era muy tímido y no tenía iniciativa, y sólo se atrevía a hacer este tipo de cosas acompañado de Cris. Sin él, Néstor ni siquiera se hacía notar, no hablaba mucho, se escondía detrás de los muebles o la falda de su mamá ante la mirada de los desconocidos, y no hacía otra cosa que jugar Play Station a hurtadillas, ya que lo tenía prohibido por enajenado. Sus padres no compartían su gusto por la sangre, las balas, la crudeza de los mundos ficticios que su hijo visitaba les parecía demasiado para alguien que no sabía amarrarse los cordones de sus botitas. El aparato, no obstante, estaba allí, a pesar de que nadie lo usaba, igual que en cada casa hay una biblia.
Claro que Néstor los escuchaba con atención porque en ese momento iba rumbo a la sala en puntas de pie y se detuvo ante la puerta de sus padres al oír a su mami decir esa abominable palabra: haba. Le repugnaba, cuando Matilde le hacía comer sopa le desagradaban los gritos que salían de su estómago, imaginaba que un alien le reventaría la piel para abrirse paso al mundo mientras él dormía. Una vez se lo confesó a Matilde y ésta lo solucionó arrebatándole de tajo lo que más quería, aprendió una buena lección aquella ocasión. A pesar de que el aparato no se encontraba oculto en lo alto de un ropero sino conectado y listo para jugar en la diminuta sala, Néstor había sido aleccionado a obedecer con mano dura, y no incumpliría una ley que, a fin de cuentas, podía violar fácilmente durante las noches. ¿Por qué le llamaban frente de haba? No lo entendía, ¿acaso tenía tan mal olor como el que le llegaba a la nariz directo del plato cuando su madre preparaba esa jodida sopa? Si mi suegro fue puto o no, eso no le quita mérito, lo importante es que fue un buen padre para ti. Además, le decían p-u-t-o al abuelo y él sabía que eso era una mala palabra, si él pronunciaba tan sólo una sílaba de esos vocablos indebidos, inmediatamente lo escarmentaban a punta de golpes. Sus mismos padres se cuidaban de no pronunciarlos en presencia suya, pero, cuando se les salían, no le daban la menor importancia al asunto, aunque Néstor se tapaba la cara en señal de vergÁ¼enza ajena, Mi papi es un pordiosero y un pobre diablo, pensaba el niño. Sin embargo, ahora era distinto, no podía hacerse el sordo ante tal insulto en contra de su abuelo, Néstor aun lo recordaba con amor, no hacía ni un año que lo habían enterrado y él seguía preguntándose cuándo saldría de la tierra para que jugaran juntos de nuevo.
Por una vez, Néstor decidió tomar cartas en el asunto, reprender a Matilde por ser la que se había ensañado contra el anciano. No podía entrar al cuarto y descargar su furia y luego ordenarle, No digas esas cosas de mi abuelito, y mandarla a la cama a rezar un padre nuestro sin cenar. Pero sabía que su mamá era muy olvidadiza, al menos eso decía su papá constantemente, le gritaba enardecido, Cómo es posible que te olvides de cerrar las llaves del gas, mujer, nos vas a matar, mira las cuentas, si sigues así, vamos a tener que volver a la vieja usanza, Ni loca, todos los repartidores son unos pelados, y la discusión se prolongaba por horas. Si eso sucedía por una o dos perillas, cinco abiertas la pondrían en su lugar.
Néstor se persignó frente al crucifijo que colgaba en la pared, sobre la televisión, y pidió, Por favor, Diosito, que mi papi sea el primero en entrar a la cocina mañana. Acto seguido, se fue a acostar sin jugar un solo nivel para no entorpecer la misión principal.