Los discípulos de Hipócrates orientaban sus pesquisas con las tres famosas preguntas: qué le pasa, desde cuándo, y a qué lo atribuye. Hoy día siguen siendo el hilo conductor para obtener una correcta historia clínica. Lo siguen siendo.
Hipócrates parece fuera de lugar en el siglo XXI, con todas nuestras computadoras, terapias génicas y robots cirujanos. Al historiar a nuestros pacientes, transigimos con el qué y el desde cuándo, pero rehuimos preguntar la opinión del paciente; para eso ya contamos con nuestros propios oráculos tecnológicos: análisis, escáneres y biopsias, y tubos y sondas y radionúclidos y ecografías.
La influencia del positivismo en la medicina occidental ha tecnificado los procesos diagnósticos y abandonado el arte de la entrevista clínica y de la exploración física detallada. Qué diagnóstico podría ser tenido por tal, si no lo apuntalan un buen fajo de informes y pruebas complementarias. ¿A qué hablar tanto, si al final hay que pedir un escáner? Y así hemos convertido muchas de nuestras consultas en expendedoras de volantes, partes y peticiones.
Hay pocas cosas que una máquina nos pueda decir que antes no nos haya insinuado el enfermo. No obstante, de nada servirá que nos lo susurre o nos lo grite si no estamos a la escucha, pues no hay peor sordo que el que no quiere oír. Cegados por las posibilidades diagnósticas que los avances técnicos nos ofrecen, muchas veces obviamos no suele ser necesario llegar a la última causa del padecimiento para instaurar un tratamiento eficaz y curativo.
Un gran ejemplo de ello es la estrategia IMCI-AIEPI (Integrated Management of Childhood Illness) de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Como tantos otros proyectos de la OMS, inicialmente fue diseñada para ofrecer asistencia pediátrica de calidad en países con escasos recursos, en especial de profesionales sanitarios. Ofrece una serie de sencillos algoritmos clínicos, adaptados a las patologías más prevalentes en cada país. En ellos, sin necesidad de prueba complementaria alguna, se alcanzan una agudeza diagnóstica y una orientación terapéuticas admirables.
Sus resultados en salud han sido increíbles. Y lo han sido tanto, que los indicadores de salud infantil en los países con una buena implantación de la estrategia IMCI-AIEPI han igualado –y en algunos casos, mejorado- los de países con cuidados pediátricos más tecnificados. En la actualidad, esta estrategia pilotada en Perú, Brasil, Uganda, Tanzania y Bangladesh es implantada en países cada vez más ricos, y existen incluso algunas experiencias piloto en sistemas sanitarios tan avanzados como el español.
Cuando se han acumulado unas cuantas decepciones con ‘avances del siglo’ en diagnóstica y terapéutica, resurge Hipócrates para quedarse. Se descubre por qué se le ha copiado una y mil veces a lo largo de cientos de siglos, por qué lo primero que enseñan en la facultad de medicina del siglo XX es lo que él explicaba veinticinco siglos antes. Una medicina menos invasiva (o pasiva, para sus detractores) que cree firmemente en el poder del propio enfermo para curarse a sí mismo. Fármacos suaves, alimentos adecuados, ambiente correcto, observación, restauración del equilibrio, mínima intervención… y profesionalidad. La interacción continua con el paciente es la clave para alcanzar el diagnóstico, y por él el remedio preciso.
“A qué lo atribuye”. Es una hermosa pregunta, un acto de humildad que debemos recuperar, como bálsamo para nuestra ensoberbecida práctica clínica. Descubrir el mérito del diagnóstico en el propio enfermo, y asumir que su juicio puede ser mucho más acertado que el nuestro. Destilar de su discurso la historia natural de la enfermedad que padece. Contemplar cómo aparecen la posible solución y las pruebas pertinentes, gota a gota, en nuestra redoma.
Y aprender. Una y mil veces, de boca de nuestros pacientes maestros, lo que nos quieran enseñar, si nosotros estemos dispuestos a escuchar. Son nuestro mejor libro.
Teodoro Martínez Arán
Médico, especialista en pediatría