En determinados momentos todos hemos recibido la íntima confirmación de que estábamos siendo engañados.
A todos, en algún instante, nos ha costado poco mentir. La mentira, el engaño que se emboza en las palabras, vive entre nosotros, asomando cuando le conviene a la realidad disfrazarse de imprecisa. San Agustín distinguía entre ocho clases de mentira pero ya se sabe que este santo era inabarcable y su sabiduría persigue la razón. Las refirió de esta manera: las que afectan a la enseñanza religiosa, las dañinas sin beneficio, las igualmente dañinas que sí ayudan, la de impulso irrefrenable, las que sólo buscan complacer, aquellas inocentes que tienen rentistas, las inocuas que salvan y las que protegen el anonimato de la honra.
La afilada mirada del obispo de Hipona nos retrató con la máxima nitidez porque sabía la exacta dimensión de la Persona. El efecto Futuro no le importó porque su tesis transcendía al Tiempo. Estoy seguro que de haber conocido estos tiempos, San Agustin, como buen buscador de la verdad, hubiera sacado pecho y habría definido innumerables clases de mentira más de las que en el siglo IV su razón le permitió.
Mentimos a todas horas. Mentimos sin darnos cuenta. Vivimos en la cultura de la falsedad. Nos engañan esos rostros desde los carteles con siglas. Engañamos en los datos en cuánto podemos. Nos mienten los científicos metidos a reclamo de supermercado. Nos miente nuestra pareja, aunque sólo sea de pensamiento; nosotros a ella, a veces de verdad. Nos falsean realidades cristalinas. Fingimos alegrías que no gozamos. Fingimos, mentimos, engañamos, ¿disimulamos-quizá- nuestros complejos?
La mentira más de moda, a mi entender, es la que se dice para complacer a quien la escucha. Todas las estrategias la llevan en sus presupuestos. Se practica en todos los estamentos como remedo de bálsamo, olvidando que la mentira inhabilita a quien la practica y que el bálsamo se aplica a los muertos. Ante el cúmulo de engaños que tragamos como ración diaria, es difícil no sustraerse a hacer de nuestra vida algo falso pues ya se sabe que donde las dan las toman, respondiendo al fuego con la misma bala. De repente, como un hálito invisible, se ha colado en nuestras vidas la herencia maligna de que todo vale y con la veda abierta los picos de oro hacen su agosto.
Tenemos una galería de personajes embusteros con el que podemos disfrazarnos si queremos salir al escenario. Yo me elijo el de mentiroso, que además es olvidadizo, para darle más emoción; nada más excitante que el peligro de ser descubierto. Ese mentiroso con mentiras interesadas, basadas en carambolas que no le impiden controlar cada gesto de su cara; es preciso sostener una cierta aureola para este papel pues no miente el que quiere sino el que puede y es necesario un leve acompañamiento de presencia para ser capaz de decir que la nieve es negra sin que se note que es mentira. Estaría dispuesto a admitir que este tipo de personaje embustero posee hasta unas facultades de héroe pues sólo así se entiende su propensión a la inmolación de ser triturado en cuanto le pillen en una; pero creo que desarrollan un instinto que los preserva de sus propios embustes con lo que este “especímen” se reproduce a endiablada rapidez y de igual manera las “trolas” que cada uno de ellos fabulan. Sin quitarle la razón al corazón, mi personaje es claramente bipolar y amenaza con sobrepoblación y aunque se haya establecido entre nosotros, disfraz y actor, la empatía, no renuncio a pensar que su amenaza no es cuestión de chanza y que debería el Ser Humano protegerse bajo la Lucidez para que las falsedades resultaran tan inofensivas como cantos de sirena, que solamente atraen a los que no saben nadar.
La sabiduría del héroe de Homero apenas alcanzaba para decidir que la cera caliente era un buen tapón en sus oídos, ignorante de que donde se deben almacenar los falsos reclamos es en el último rincón de la memoria. Lo importante, al final, es el balance. No el de mentir o ser mentido, por su simpleza, sino el de cuantas veces hemos sabido que nos mentían mientras nos hablaban. Es el resultado de poder decidir si se quiere ser engañado o no.