Durante nuestra formación, nos han inculcado la seguridad como valor fundamental. Nos han enseñado a huir del dolor, aún sin descodificarlo para conocer su mensaje. Nos hemos movido bajo criterios de culpa más que con los de la responsabilidad personal y social.
Han creado en nosotros un reflejo condicionado que se dispara como un mecanismo del que ya no somos conscientes: No “vale más lo que más cuesta”, o lo que no cuesta no vale. A mi no me cuesta querer a mis amigos, a mi esposa, a mis hijos y a mis nietos; no me digan que eso no vale y que no es virtuoso.
Me cuesta más herir y hacer sufrir, no cumplir con las tareas que he asumido, no disfrutar de la naturaleza y de la brisa, de la música y de la comida, del erotismo y del sexo, de los buenos libros y de los viajes, del placer de un silencio compartido, de la búsqueda de la verdad y de la justicia, de la libertad y de la solidaridad. Y del placer de fumarme un buen cigarro después de la cena.
Lo que me costaría mucho serían la mediocridad y la codicia, la envidia y la calumnia, el hacer daño a otro conscientemente, no saber decir “lo siento”. Me cuestan lo vulgar y lo obsceno, la insensibilidad y las ofensas gratuitas, la falta de responsabilidad y la infidelidad a la palabra dada, la falta de lealtad y el egoísmo, la vanidad que se me escapa y la impaciencia que se puede transformar en ira. Me cuesta más el desorden que el orden, actuar sin coherencia que sopesar las posibilidades, la suciedad que la higiene, pisar una flor que cultivar un jardín, beber un mal vino que beber agua, la ordinariez que la elegancia, la zafiedad que la cortesía. Me abruman los halagos y prefiero la austeridad sin estridencias.
Celebro todo lo positivo que ha habido en mi vida, los goces, las caricias, los saberes compartidos, las enseñanzas -aún las duras-, los buenos paisajes, los viajes, las universidades en las que he estudiado y los maestros que he tenido, los afectos recibidos y compartidos, las comidas y bebidas, los tejidos auténticos y sencillos, los baños y el sol, la nieve y la lluvia, el sueño y las vigilias… la familia. Y ese regalo de los nietos que, según la retranca hassídica, son “la recompensa que nos da el Cielo por no haber matado a los hijos”. Me imagino que quieren decir, por haberlos cuidado sin rendirnos.
Y la amistad, que perfecciona todas las formas de amar verdaderas. También el don de haber descubierto que nacimos para la felicidad, y que ésta consiste en ser uno mismo. En poder hacer lo que queremos, y de que el camino está en querer lo que hacemos.
Una de las mayores satisfacciones que he tenido ha sido ocuparme en la enseñanza.
Esa labor de enseñar y de compartir los saberes ha sido un regalo que aún me mantiene. Ahora que ya no tengo obligaciones docentes he montado un Taller de Periodismo para 35 jóvenes periodistas. Disfruto al escribir y leer, a mantener un blog y a enviar cada semana artículos a medios de comunicación. A editar artículos de otras personas, ir al cine y al teatro, frecuentar las exposiciones y vivir, cada momento, para abordar esta fase para la que nadie nos había preparado, como lo hicieron para trabajar y para sobrevivir en la lucha. Me refiero a la vejez, a esta sorpresa que te desborda con una nueva disminución de capacidades que tenías adquiridas. Y se presentan así, como si nada, de la noche a la mañana, y cuando llega la noche y te preguntas por dónde amanecerá la gotera del alba.
Hablan de la experiencia adquirida, de la sabiduría, del control de las pasiones, qué remedio, de la prudencia que no es más que precaución ante lo que se puede presentar, y se presenta. Se atreven a denominarla “edad dorada”, “tercera edad”, “tiempo de plenitud y de sosiego”, el de los seniors venerables. Tonterías ahora que el marketing nos ha descubierto como “nicho” de consumidores.
¿Serán torpes? Nos hablan de nicho, a nosotros que estamos adaptándonos a este cambio radical. Y vaya si cuesta. Personalmente he padecido en un año todas las intervenciones quirúrgicas y dolencias para las que no había tenido tiempo durante setenta y cinco años vividos. Por eso, me reafirmo en celebrar el vivir de cada día, parodiando a John Milton, porque “tengo los años que todavía no he vivido”.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS