El último mono de la baraja. John Salazar. Editorial Odisea. 2009.
Esta novela es un ejemplo perfecto de que no es bueno dejarse llevar por las primeras impresiones ni por los prejuicios, en general. La editorial Odisea nos sorprendió en su día con el romanticismo y la sensibilidad de El viaje de Marcos de Áscar Hernández y con la desestructuración y la contemporaneidad de Fondos marinos de Valentín Castrege. Y ahora vuelve a sorprendernos con esta novela mucho más compleja de lo que parece al comienzo.
El autor sabe llevarnos bien hasta el corazón de este protagonista colombiano, joven y guapo, homosexual (aunque él, en su sabia juventud, rechace las etiquetas) inocente y bienintencionado que busca en España una oportunidad aunque venga sin visado de trabajo ni de residencia. Pero cuando pensamos que su franqueza su natural inclinación al sexo (por algo está en la adolescencia) nos va a deparar un recorrido de escenas tórridas dirigidas a un público concreto y dispuesto a disfrutarlas comienzan reflexiones más complejas y completas, y no sólo las relativas a la “legalización” de trabajadores y a la xenofobia. No faltan esas escenas, resaltadas además con la letra cursiva, que evitan por lo general el lenguaje obsceno y violento y son dirigidas más bien con un léxico suave y placentero, pero lo que llama la atención es que a través de los ojos de este muchacho descubrimos un Madrid hermoso y espectacular, capaz de ofrecer atractivos sin fin para quienes no los asumen como parte natural de la ciudad: desde la Gran Vía al Metro en sí, todo es descubrimiento para Áscar; que navegando por su mente la filosofía de la vida se torna un amasijo de pensamientos originales y refranes de sabiduría popular; y que la búsqueda de refugio y alimento se convierten en los objetivos máximos de un día a día que no se presenta como algo dramático, aunque lo sea, que no borra la sonrisa y la predisposición del protagonista.
El caleidoscopio de nacionalidades que se nos presenta es de gran riqueza, especialmente en el análisis de los sudamericanos, los sentimientos que despiertan en los españoles, y los que se producen entre ellos. “En cuanto a lo físico, dentro de los emigrantes hispanoamericanos, hay de todo, pero existen jerarquías. Hay dos grupos muy marcados: el primero formado por los emigrantes centroamericanos, cubanos dominicanos, colombianos, venezolanos y brasileños. Y el segundo por los ecuatorianos, bolivianos y peruanos. Los primeros no se sienten ofendidos si los confunden entre sí, pero no aceptan que los confundan con los del segundo grupo; se creen más guapos. Y los del segundo grupo, por el contrario, se ofenden si los confunden entre sí… y los argentinos sólo aceptan que los comparen con los europeos” (páginas 46-47). Y el autor expone una teoría bien construida sobre los cimientos de la realidad, que demuestra lo absurdo del ser humano y los valores con los que prioriza: “La cuestión de todo está en la cantidad de sangre indígena que tenga cada cual. Porque tener sangre blanca, mezclada con la negra, no está mal visto… Y esta mezcla con un poco de sangre indígena tampoco está mal vista, siempre y cuando sea poca… Pero si en la mezcolanza resalta la sangre indígena… ya es otra cosa” (pagina 47). Y termina el párrafo con una frase que no por obvia resulta menos lapidaria: “En cuestiones de estética todo se puede esperar”.
Sin embargo, cuando el peor de los mundos se materializa John Salazar sabe describir, con grandes capacidades adjetivadoras y obsesiones propias de un expresionismo con toques impresionistas, casi puntillistas, la desolación y el horror; con una calidad que barre toda resistencia, toda insensibilidad, toda dureza. Con una calidad excelente, para nuestro sufrimiento y nuestra conciencia, que será despertada salvajemente. Para escapar de esa realidad que se presenta ante el lector, quien sin duda habrá cogido cariño a Áscar, el protagonista “empezó a refugiarse en el silencio y a navegar en una apacible oscuridad”. Para describir esa negrura el autor firma un párrafo que constituye la cima literaria del libro (página 143), del que destacamos: “No una oscuridad como la de las profundidades del mar o de la lejanía del universo. Tampoco traslúcida o brillante como el azabache, ni siquiera ácida o porosa”; o también: “Una oscuridad casi húmeda, nada fría, más bien cálida, lastimera y desértica; algo moribunda, como un abismo bostezante”.
Para acabar, sin embargo, con un buen sabor de boca, haremos mención de los momentos suavemente poéticos como cuando habla del firmamento madrileño: “La mañana era plena, como un cielo pintado por Velázquez”, o describe la “vasta faz de tierra virgen, llenando de sosiego su pensamiento con la extensa gama de la acuarela silvestre. Por un tiempo indefinido todo fue paz, belleza y quietud, pero cuando la selva empezó a cantar, aquella realidad inició su descenso como la primera gota de lluvia del mes de abril”.