Hay un gesto en el personaje de Carvalho, el detective que supone la mejor (y creo más perdurable) herencia literaria de Manuel Vázquez Montalbán, que me subyugó desde mi primera lectura y que puede darnos la clave de la singularidad de este personaje; un gesto que se repite una y otra vez y expresa mejor que ningún otro su infinita e inteligente amargura: la quema de libros. Aparece por primera vez en Tatuaje (1974). En las siguientes novelas y relatos de la serie, la escena se repite: el detective vuelve a casa, normalmente de noche, sea verano o invierno, enciende su chimenea y para ello usa un volumen de su nutrida y selecta biblioteca, haciendo, en ocasiones, un pequeño comentario (que suele ser mental y solitario o explícito) sobre la obra sacrificada. No es nuevo que se quemen libros en la vida y en la literatura. Se pueden quemar de varias maneras y con diversas intenciones. Por ejemplo:
a) Pueden quemarse como hacían los nazis con las obras de Freud o como hacían los republicanos extremistas españoles en el Madrid de 1936. En este caso se trata de un gesto bárbaro, que normalmente desconoce al objeto de su odio. Los nazis desconocían el psicoanálisis, aunque conocían la circunstancia, ciertamente secundaria, de que su autor era judío.
b) Puede haber otra forma de destruir libros (o de destruir cualquier otra cosa): la de la destrucción, la violencia gratuita. La violencia gratuita, nihilista es otro tema que ha atraído a la buena literatura. Arquetípicos pueden ser el protagonista de Crimen y castigo y el de Las cavas del Vaticano de Gide. En esta segunda novela, su protagonista siente la extraña necesidad de matar a un hombre empujándole desde un tren en marcha, por el simple placer de hacerlo, sin que haya una causa patológica –una enfermedad psíquica- o social –una situación de marginación, de tensión familiar, de alienación socio-económica-. Mata porque sí, en virtud de un albedrío libérrimo, caprichoso, desligado de cualquier atadura moral y, por tanto, ajeno a cualquier sentimiento de culpa.
c) Una de las grandes novelas del siglo XX, Auto de fe de Elías Canettí, también acaba con la quema de la magnífica biblioteca del sinólogo protagonista. Aquí el incendio supone la solución a un callejón sin salida, a una vida que ha llegado a un punto límite de desorientación y sinsentido que no admite componendas.
Carvalho no se clasifica en ninguno de estos grupos. No es ni un bárbaro, ni un nihilista, ni un radical. No es un bárbaro porque conoce, ha leído y aprecia el valor de lo que destruye. Está de vuelta de la cultura, pero la ha “vivido”, como está de vuelta del idealismo político que también ha experimentado. Tampoco es del todo nihilista. El acto no es gratuito, sirve para satisfacer una necesidad, un deseo personal: el de calentarse, el de darse el capricho de tener la chimenea encendida, auque haga calor. No es – la tercera posibilidad- un radical: no termina todo con este acto; la vida sigue. Es un acto parcial, momentáneo, que tiene una utilidad muy imitada.
El detective es un ser sumido en la mayor perplejidad, que trata de sobrevivir como puede a un mundo cada vez más difícil y complejo. Ha dejado de creer en los grandes discursos morales y sociales. Sabe que todos (los ricos y los pobres, los asesinos y las víctimas) tienen su razón y que, en el fondo, nadie la tiene del todo. Quema libros porque ha descubierto una amarga verdad: que las palabras poco tienen que ver con la realidad.