Cultura

El humanismo cristiano: una ideología totalitaria

En 1936, coincidiendo con el ascenso del nazismo y la difusión del totalitarismo por toda la Europa continental, en ese año la República española es asaltada por la contrarrevolución clerical-franquista, el laico católico y francés Jacques Maritain publica su ensayo “El Humanismo integral” al que se incorporan una serie de conferencias y publicaciones que se citan en este ensayo.

Resulta extraño que lo humano pueda ser cristiano. Porque toda la conducta de cualquier cristiano no sólo está gobernada por la moral cristiana cuya misión es regular la conducta humana y orientarla a un fin ulterior: el más allá, y porque la finalidad de todo cristiano, que es humano por el hecho de que no es animal irracional según Maritain,  está orientada no a su afirmación individual sino a conseguir la mayor grandeza de dios, de su dios ya que descarta a los demás dioses. Algo que no debería sorprendernos puesto que la doctrina cristiana orienta la actividad de los humanos hacia el objetivo de engrandecer a su dios. Los priva de voluntad propia y los “integra”, como el nazismo en la nación, en la voluntad divina. En el Todo.

En realidad podríamos sustituir la palabra “dios” por la palabra “clero” y no sólo no notaremos la diferencia, sino que nos será más fácil entender el afán de la religión monoteísta por someter las voluntades de los individuos, que somos humanos porque tenemos dos capacidades de las que carecen los animales: por nuestra capacidad para pensar y ser moralmente libres y por nuestra capacidad para el placer sexual y ser sexualmente libres. Cualidades negadas por la religión que impone a su propio clero el voto de obediencia, y en consecuencia la renuncia a pensar por sí mismo y ser moralmente libres, y el voto de castidad, por el que renuncian al placer sexual, a la felicidad y a decidir por sí mismos qué hacer con su propio cuerpo.

Si nos fijamos, ya vamos entrando en materia, porque lo divino, que exalta la obediencia-sumisión y la castidad-ausencia de placer, no puede ser humano que justamente se construye afirmando lo que el cristianismo niega. Esto, estas cualidades humanas, son algo universal al ser humano, al margen de que el individuo carezca de o ejerza los derechos individuales. ¿Estoy yo diciendo algo que no haya dicho Maritain? En honor a la verdad, éste lo tiene tan claro que él mismo establece la oposición antagónica entre cristianismo y humanismo, si bien crea una confusión terminológica interesada que nos obliga a desenmascarar el conglomerado mental en el que se metió este autor cristiano.

El mismo empieza diciendo que: “lo humano está escondido en la existencia, sólo Aquel que ha hecho la existencia, sólo Á‰l, sabe lo que hay en el hombre…subordinar vitalmente, en su ejercicio humano, la filosofía a la fe y a la sabiduría de los santos, así como el derecho natural y la ciudad temporal a la ley de gracia y al reino de Dios, y, en fin, la razón humana a Dios.” “Por otra parte, esta descripción no es monopolio de la filosofía cristiana, aunque la filosofía cristiana la lleve a un punto de realización superior, sino que es común a todas las filosofías que, de una manera u otra, reconocen la existencia de un Absoluto superior al orden entero del universo y el valor supra-temporal del alma humana”.

Tal vez no necesitemos más para saber que lo que llama humanismo integral o cristiano no es otra cosa que una puerta trasera para someter la voluntad de los individuos a la voluntad de su dios, de su clero. Pero es tan hermoso leer cómo él mismo establece estas diferencias que no me resisto a citarlo y a continuar deshilvanando su pensamiento. En ‘Del régimen temporal y de la libertad’, conferencia dada en  1933, el mismo año de la fulgurante ascensión de Hitler al Poder, arropado por ese clima totalitario tan añorado por los católicos franceses que acabarán facilitando la derrota de Francia ante la invasión alemana y la colaboración del católico gobierno de Vichy con Hitler, escribió:

“El debate que separa a nuestros contemporáneos, y que nos obliga a todos a un acto de elección, se plantea entre dos concepciones del humanismo: una concepción teocéntrica o cristiana, y una concepción antropocéntrica, de la cual es en primer término responsable el espíritu del Renacimiento. La primera especie de humanismo puede llamarse humanismo integral, la segunda, humanismo inhumano…

Santo Tomás de Aquino y San Juan de la Cruz son los grandes doctores del humanismo auténtico, que no es saludable al hombre y a las cosas humanas sino porque no sufre ninguna disminución de las verdades divinas y ordena lo humano todo entero a la locura de la Cruz y al misterio de la Sangre redentora.

La imagen de un hombre da fe de ello, un Rey ensangrentado vestido de escarlata y coronado de espinas: he aquí el hombre que ha tornado sobre sí nuestros desfallecimientos. Es con él que la gracia configura a los hombres haciéndoles participantes de la naturaleza divina e hijos adoptivos de Dios, destinados a convertirse, al término de su crecimiento espiritual, en dioses por participación, cuando la caridad haya terminado de licuar sus corazones. Y es al estar conformados a ese Jefe redentor que ellos entran a su vez en el misterio de su acción redentora, terminando a lo largo de todo el tiempo – en cuanto a la aplicación, no en cuanto al mérito – lo que falta a sus dolores. Si la naturaleza caída se inclina demasiado a comprender la palabra humanismo en el sentido de humanismo antropocéntrico, es muy importante, por lo tanto, desprender la verdadera noción y las verdaderas condiciones del único humanismo que no saquea al hombre y romper por ello con el espíritu del Renacimiento.” Queda claro, ¿no?

Pero hay más: “todas las religiones existentes, añade, y singularmente las religiones judeo-cristianas, que profesan el dogma de la creación, subordinan el ser humano a uno Supremo del cual todo depende”…” El mundo moderno, continúa, confunde sencillamente dos cosas que la sabiduría antigua había ya distinguido: confunde individualidad y personalidad”.

Rechaza Maritain la expresión “individuo” o “ciudadano”, conceptos laicos, y la sustituye por la de “persona” porque ésta es un concepto religioso que procede de dios. De manera que el concepto de “dignidad” de la persona es, en consecuencia, una emanación divina. La persona por su origen divino, porque lo dice la doctrina cristiana, porque lo dice Santo Tomás y porque lo dice Maritain, ni tiene derechos individuales ni es el origen del Poder. A diferencia de “el individuo” o ciudadano, expresión que nunca utiliza, que fundamenta en sí mismo los derechos individuales y el sufragio.  Porque  se constituye así mismo en sujeto de de derechos y en el origen de todo Poder. Para Maritain, como para la doctrina cristiana, la categoría fundamental no es el individuo o ciudadano sino la persona.

“¿Qué nos dice a este respecto la filosofía cristiana? Se pregunta Maritain. Nos dice que la persona es «una sustancia individual completa, de naturaleza intelectual y señora de sus acciones», autónoma, en el sentido auténtico de este vocablo. Por lo cual el nombre de persona se reserva a las sustancias que poseen ese algo divino que es el espíritu, y que por lo mismo constituyen, cada una por separado, un mundo superior a todo el orden corpóreo, un mundo espiritual y moral que, hablando con propiedad, no es una parte de este universo, y cuyo secreto es inviolable aun a la mirada natural de los ángeles; el nombre de persona queda reservado a las sustancias que, en la búsqueda de su fin, son capaces de determinarse por sí mismas, elegir los medios e introducir en el universo por el ejercicio de su libertad, nuevas series de sucesos. Y lo que constituye la dignidad y personalidad de las mismas, es propia y precisamente la subsistencia del alma espiritual e inmortal y su independencia dominadora frente a toda imaginería fugaz, y a todo el tinglado de los fenómenos sensibles. Pues como enseña Santo Tomás, el nombre de persona designa la más noble y elevada de las cosas que existan en la naturaleza entera: «La persona es lo más noble y lo más perfecto en toda la naturaleza”…

“Toda persona humana está ordenada directamente a Dios, como a su último fin propio, «Bien común separado» del universo entero; según esto, nada se ha de anteponer a Dios conforme al orden de la caridad”… La cultura moderna, cualquiera sea su vocación histórica positiva, sean cuales fueren los progresos que se efectúan en ella tal como he tratado de indicarlo, tiene por dominante espiritual el ser una cultura antropocéntrica: humanismo separado de la Encarnación…

“A la concepción «antropocéntrica» de la cultura se opone la concepción cristiana como una concepción verdaderamente humana y humanista: pienso, al emplear esta palabra, en el único humanismo que no desmiente su etimología, en aquél del cual un Tomás de Aquino nos propone un ejemplo: humanismo purificado por la sangre de Cristo, humanismo de la Encarnación. Tal humanismo, respetando las jerarquías esenciales, coloca la vida contemplativa por encima de la vida activa, sabe que la vida contemplativa tiende más directamente el amor del primer Principio, en lo cual consiste la perfección. Esto no supone que la vida activa sea sacrificada, sino que debe tender al tipo que ella realiza en los perfectos, es decir una actividad que desborda, toda ella, de la superabundancia de la contemplación. Pero, si colocamos la contemplación de los santos en la cima de la vida humana, ¿no será necesario decir entonces que todas las operaciones de los hombres, y la civilización misma, se ordenan a ella como a su finalidad? Parece que es así, dice (no sin alguna ironía tal vez) Santo Tomás de Aquino. Pues, ¿para qué los trabajos serviles y el comercio, sino para que el cuerpo, estando provisto de las cosas necesarias a la vida, esté en el estado requerido por la contemplación? ¿Para qué las virtudes morales y la prudencia, sino para procurar la calma de las pasiones y la paz interior, necesarias a la contemplación? ¿Para qué el gobierno entero de la vida civil sino para asegurar la paz exterior que la contemplación necesita? «De modo que, considerándolas como se debe, todas las funciones de la vida humana parecen estar al servicio de los que contemplan la verdad». (Suma contra Gent., III, 37.)

¿Acaso significa esto que la concepción cristiana de la cultura no tiene con el mundo contemporáneo sino una relación de incompatibilidad? ¿Y que ella no nos propone otro ideal que el ideal pasado, definitivamente sumergido en la historia de los tiempos medioevales? Es necesario decirlo una vez más: sabemos que el curso del tiempo es irreversible. La sabiduría cristiana no nos propone un regreso a la edad media, sino que nos invita a desplazarnos hacia adelante. Asimismo la civilización de la edad media por grande y bella que haya sido y más bella todavía en los depurados recuerdos de la historia que en la realidad vivida, la civilización de la edad media estuvo muy lejos de realizar plenamente la noción cristiana de la civilización…Esta noción se opone al mundo moderno, sí, en la medida en que éste es inhumano. En la medida en que a pesar de todo lo que le falta en calidad, el mundo moderno envuelve un verdadero crecimiento de la historia, no, la concepción cristiana de la cultura no le está opuesta. Por el contrario, ella querría salvar en él, y conducir hacia el orden del espíritu, todas las riquezas de vida que él comporta…un ideal nuevo y mucho menos unitario, en el cual una acción sólo moral y espiritual de la Iglesia presidiría el orden temporal de una multitud de pueblos políticamente y culturalmente heterogéneos…

Que la religión de Cristo haya de penetrar la cultura hasta su fondo, no es solamente requerido desde el punto de vista de la salvación de las almas y con relación a su fin último: una civilización cristiana aparece en este sentido como una cosa verdaderamente maternal y santificada, que procura el bien terrestre y el desarrollo de las distintas actividades naturales según una atención diligente hacia los intereses imperecederas y a las aspiraciones más profundas del corazón humano. También desde el punto de vista de los fines especificadores de la civilización misma, es que esta última debe ser cristiana. Pues la razón humana, considerada sin relación alguna con Dios, no basta por sus solas fuerzas naturales para obtener el bien de los hombres y de los pueblos…

Si el catolicismo debe penetrar la cultura para bien del mundo y para salvación de las almas, esto no quiere decir que esté, en sí mismo, ligado a una cultura o a otra, o siquiera a la cultura en general y a sus diversas formas, sino como un viviente, trascendente e independiente, y vivificador… sólo la religión católica, porque es sobrenatural, es absolutamente y rigurosamente trascendente, supra-cultural, supra-racial, supra-nacional.”

Bien, creo que con estos textos de Maritain, recomendados por Pablo VI en la “Populorum Progessio”, 1967,  y por Juan Pablo II en la “Solicitudo Rei Socialis, 1987, son más que suficientes para hacernos una idea apropiada de lo que es el “Humanismo” para el catolicismo y los cristianos que lo citan. Tal vez ignorando sus propios orígenes.

La primera pregunta que se me viene a la cabeza es por qué sitúa el origen intelectual y político del humanismo nada menos que en Santo Tomás de Aquino, un personaje dogmático, autoritario, antifeminista, homófobo y protector de la esclavitud, que vivió allá por el siglo XIII y reaparece, de la mano de Maritain, en pleno apogeo de los totalitarismos en los años treinta del siglo XX. Porque entre Santo Tomás y Maritain han ocurrido tantas cosas como el Renacimiento, las revoluciones inglesas, la Ilustración, las revoluciones liberales, el anarquismo, el socialismo y la revolución rusa, además de la revolución industrial. Total, nada.

Pero si sitúa el origen del humanismo en este santo es porque quiere hacer tabla rasa de todo lo que ha venido después: la afirmación renacentista de que todo ser humano es un fin en sí mismo, el rechazo de la fe como fundamento del conocimiento, sustituida por la razón, el rechazo de la tutela clerical; la afirmación de ciertos revolucionarios ingleses como los niveladores y cavadores, de Gay, de Godwin, de Locke de la soberanía popular, de la revolución económica, del utilitarismo, del rechazo a que el Poder se entrometa en los asuntos individuales, de la separación de poderes, de los derechos individuales, enunciados por vez primera en la historia de la Humanidad por Locke; porque rechaza a los herederos de éstos: Montesquieu, Voltaire, Helvecio, Holbach, Turgot y Condorcet; condena también a Rousseau, a pesar de ser enemigo de los ilustrados y simpatizar con su concepto de la comunidad como” persona moral”, opuesto al concepto ilustrado de la libertad de conciencia, defendido por Kant, Bentham, Stuart Mill y por llegar hasta nuestro propio tiempo, por Marcuse en “El marxismo soviético” y por las constituciones democráticas. Por lo que condena a Rousseau no es por enunciar su concepto totalitario de “persona moral”, sino por su concepto asambleario y democrático de su sistema de gobierno. No en vano, ya que si todo poder viene de dios se hace inevitable negar la soberanía popular y el sufragio universal.

Maritain no podía menos que sincronizar con la doctrina cristiana y con toda la teoría del pensamiento político expuesta por los papas en sus encíclicas desde Pío VI que condenó los derechos individuales porque, como decía en su carta al Cardenal Rochefoucauld y a los obispos de la Asamblea Nacional 10 de marzo de 1791, ¿Dónde está entonces esa libertad de pensar y hacer que la Asamblea Nacional otorga al hombre social como un derecho imprescindible de la naturaleza? Ese derecho quimérico, ¿no es contrario a los derechos de la Creación suprema a la que debemos nuestra existencia y todo lo que poseemos? ¿Se puede además ignorar, que el hombre no ha sido creado únicamente para sí mismo sino para ser útil a sus semejantes? Pues tal es la debilidad de la naturaleza humana, que para conservarse, los hombres necesitan socorrerse mutuamente; y por eso es que han recibido de Dios la razón y el uso de la palabra, para poder pedir ayuda al prójimo y socorrer a su vez a quienes implorasen su apoyo. Es entonces la naturaleza misma quien ha aproximado a los hombres y los ha reunido en sociedad: además, como el uso que el hombre debe hacer de su razón consiste esencialmente en reconocer a su soberano autor, honrarlo, admirarlo, entregarle su persona y su ser; como desde su infancia debe ser sumiso a sus mayores, dejarse gobernar e instruir por sus lecciones y aprender de ellos a regir su vida por las leyes de la razón, la sociedad y la religión, esa igualdad, esa libertad tan vanagloriadas, no son para él desde que nace más que palabras vacías de sentido.

«Sed sumisos por necesidad», dice el apóstol San Pablo (Rom. 13, 5). Así, los hombres no han podido reunirse y formar una asociación civil sin sujetarla a las leyes y la autoridad de sus jefes. «La sociedad humana», dice San Agustín (S. Agustín, Confesiones), «no es otra cosa que un acuerdo general de obedecer a los reyes»; y no es tanto del contrato social como de Dios mismo, autor de la naturaleza, de todo bien y justicia, que el poder de los reyes saca su fuerza. «Que cada individuo sea sumiso a los poderes», dice San Pablo, todo poder viene de Dios; los que existen han sido reglamentados por Dios mismo: resistirlos es alterar el orden que Dios ha establecido y quienes sean culpables de esa resistencia se condenan a sí mismos al castigo eterno”.  Y así hasta el día de hoy porque la doctrina cristiana no contempla ni los derechos individuales ni la democracia, a la que califican de totalitaria.

Pero, si retrocediéramos hasta la Edad Media, en el siglo XIV hubo un movimiento de resistencia frente al clero representado por Marsilio de Padua quien en sus ensayos “Defensor pacis” y “Defensor minor” ya estableció la separación entre la Iglesia y el Estado, o la “vía moderna”, representada por los franciscanos frente a los tomistas, la “vía antigua”, y otros como Bacon, Occam, Duns Scoto o Nicolás de Cusa, quienes, aún dentro de sus limitaciones intelectuales y políticas e ignorando completamente la palabra y el significado antropocéntrico del humanismo, planteaban, al menos, una cierta crítica al dogma. Bueno, pues Maritain también los ignora. Ignora todo lo que sea humanismo antropocéntrico y de esa manera lo niega.

¿Qué aporta?, entonces, su humanismo integral: una necesidad de recristianizar la sociedad secularizada y someterla a la voluntad de dios. Someterla a esta voluntad en los años treinta y hoy día, no significaba otra cosa que poner fin a la democracia, o, como él mismo dice, sustituirla por la “verdadera democracia”, esa que como en Platón se organizará jerárquicamente: en la base están los obreros, sobre ellos los guardianes del orden y en el vértice el clero. Cada uno cumpliendo con sus obligaciones, porque carecen de derechos individuales, y sometidos a la moral pública, estatal o divina, porque carecen de libertad moral.

La perversión de Maritain es que crea una malintencionada confusión entre el humanismo que él llama antropocéntrico y el humanismo teocéntrico creando el espejismo de que éste contiene al otro y juntos se elevan hacia el Todo: Dios, el Papa. Participa Maritain, heredero del pensamiento reaccionario francés de Bonal, de Maistre, de Maurras, como buen cristiano, del deseo totalitario de toda religión monoteísta de poner fin a la libertad individual, libertad de conciencia y libertad sexual, en nombre de la libertad religiosa, la de dios, la del Todo, para ponernos bajo la autoridad moral del Papa.

Lo hace tan bien que te puede hipnotizar. Pero el engaño está ahí y se ofrece, hoy día, como una versión más de la ideología totalitaria. En un contexto internacional reaccionario o contrarrevolucionario que empieza limitando una libertad, la de conciencia o la sexual, para acabar terminando todos, todos sin excepción, en la oscuridad de la Edad Media. Tan añorada por Maritain.

Pero no nos podemos dejar engañar porque tenemos las luces del siglo XIX que aún nos iluminan. Y termino con una inevitable cita del libro “La crisis de la conciencia europea” de Paul Hazard:

“Se trataba de saber si se creería o si no se creería ya; si se obedecería a la tradición, o si se rebelaría uno contra ella; si la humanidad continuaría su camino fiándose de los mismos guías o si sus nuevos jefes le harían dar la vuelta para conducirla hacia otras tierras prometidas…

Los asaltantes triunfaban poco a poco. La herejía no era ya solitaria y oculta; ganaba discípulos, se volvía insolente y jactanciosa. La negación no se disfrazaba ya; se ostentaba. La razón no era ya una cordura equilibrada, sino una audacia crítica. Las nociones más comúnmente aceptadas, la del consentimiento universal que probaba a Dios, la de los milagros, se ponían en duda. Se relegaba a lo divino a cielos desconocidos e impenetrables; el hombre y sólo el hombre, se convertía en la medida de todas las cosas; era por sí mismo su razón de ser y su fin. Bastante tiempo habían tenido en sus manos el poder los pastores de los pueblos; habían prometido hacer reinar en la tierra la bondad, la justicia, el amor fraternal; pero no habían cumplido su promesa; en la gran partida en que se jugaba la verdad y la felicidad, habían perdido; y, por tanto, no tenían que hacer sino marcharse. Era menester echarlos si no querían irse de buen grado. Había que destruir, se pensaba, el edificio antiguo, que había abrigado mal a la gran familia humana; y la primera tarea era un trabajo de demolición. La segunda era reconstruir y preparar los cimientos de la ciudad futura.

No menos impresionante, y para evitar la caída en un escepticismo precursor de la muerte, era menester construir una filosofía que renunciara a los sueños metafísicos, siempre engañosos, para estudiar las apariencias que nuestras débiles manos pueden alcanzar y que deben bastar para contentarnos; había que edificar una política sin derecho divino, una religión sin misterio, una moral sin dogmas. Había que obligar a la ciencia a no ser más un simple juego del espíritu, sino decididamente un poder capaz de dominar la naturaleza; por la ciencia, se conquistaría sin duda la felicidad. Reconquistando así el mundo, el hombre se organizaría para su bienestar, para su gloria y para la felicidad del porvenir…

A una civilización fundada sobre la idea de deber, los deberes para con Dios, los deberes para con el príncipe, los “nuevos filósofos” han intentado sustituirla con una civilización fundada en la idea de derecho: los derechos de la conciencia individual, los derechos de la crítica, los derechos de la razón, los derechos del hombre y del ciudadano”…

Y termina, después de citar a Spinoza: “…sólo una divinidad hostil podrá complacerse con los sollozos de los humanos…La tierra ya no es un lugar de prueba, donde las desdichas que nos agobian son más preciosas que las alegrías, porque los que lloran serán consolados. Se quiere apartar de los ojos del Cristo doloroso, crucificado por la salvación de los hombres, no se quiere oír ya la muda llamada de sus brazos. La felicidad es la expansión de una fuerza que se encuentra espontáneamente en nosotros y que basta dirigir. La aceptación de las penas, el apetito de sacrificio, la lucha contra el instinto, la locura de la cruz, no son ya más que errores de juicio, malas costumbres. El Dios-Razón nos prohíbe concebir nuestra existencia mortal como una preparación para la inmortalidad”.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.